Treinta y dos

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Cuando la motocicleta se detuvo, lo primero que hizo Aurora al descender y quitarse el caso fue alzar los ojos hasta la cima, recorriendo de arriba abajo el edificio gigante ante el que se habían detenido. Era una parte que desconocía de la ciudad, bastante alejada de Paradise, al parecer, porque el camino había sido largo; tiempo en el que fueron contra el viento, Aurora aferrada a Azael, envolviéndolo con sus brazos y enterrada en su espalda mientras el aire frío le golpeteaba las mejillas, la motocicleta abriéndose paso por las calles oscuras con un rugido rápido.

Sin embargo, cuando Aurora entreabrió los labios para lanzar la pregunta, Azael ya le pasaba por al lado, tomando su mano y tirando de ella, dejaba el vehículo parqueado tras ellos.

—Sígueme —fue todo lo que le dijo, avanzando por la calle oscura. Aurora entrelazó sus dedos con los suyos por mero instintito y Azael apretó el agarre, recibiéndolo con cuidado e instándola a caminar. Ella lo siguió, ampliando los ojos mientras se adentraban al edificio.

—¿Dónde estamos? —preguntó, pero no recibió respuesta.

Dentro, tras las rejas metálicas y el portón de seguridad, el vestíbulo estaba vacío. Había un ascensor cerrado al fondo y ahí fue a donde Azael la dirigió, tomando su mano. Aurora frunció el ceño ante el silencio.

—Azael —insistió cuando él ya presionaba el control del ascensor y las puertas metálicas se abrían al instante, como si no hubiera nadie más ahí.

Y en realidad, lo parecía. El vestíbulo vacío, los buzones sin nombre, el ascensor aguardando por ellos. Como si el edificio solo hubiese esperado a Azael.

Él, sin responder, la instó a entrar. Las puertas de metal se cerraron tras ellos al instante.

El traje blanco de ángel tenía pequeñas manchas de sangre en la falda y las alas se le habían deshecho pero aún así, la protegía bastante del frío. La tiara dorada aún le pesaba sobre la cabeza y la blusa de plumas se le envolvía hasta el dorso de la mano; cuando Aurora se miró al espejo del ascensor, se dio cuenta de que su maquillaje permanecía intacto —excepto el dorado de sus labios— y su cabello liso... y que, además, a su lado, Azael tenía la mirada perdida y la mandíbula endurecida, tan bello y masculino que ella casi pierde el aliento... pues él le tomaba la mano, sin soltarla aunque solo estuvieron ellos dos, aunque ella estuviera su lado. Parecían tan distintos ahí, frente al espejo; pero Aurora sabía que, tanto sus bocas como el resto de sus cuerpos, estaban hechos para pertenecerse. De no ser así, no había ninguna otra explicación para la forma en la que se sentía junto a él.

«...un demonio que se enamoró de un ángel...»

La Bestia la amaba.

Aurora podía verlo ahí, en el espejo. En el contraste de lo oscuro de sus ropas y lo claro de su disfraz, de lo negro de su mirada y lo verde de la suya. En la forma en la que le agarraba, como si tuviera miedo de romperla.

«¿Pero si el demonio amaba al ángel, por qué le había hecho tanto daño...?»

Pero la amaba, porque Aurora lo sentía en el roce de su boca sobre la suya, aún con el toque entre sus labios cosquilleándole. Sentía la piel caliente donde sus manos se habían posado, tomándola por las caderas para unir su cuerpo al suyo. Y también podía sentir aún la forma en la que, aun llevado por la furia y la tensión, él se aseguraba de tocarla con cuidado, con delicadeza, incapaz de dañarle sobre la piel...

Y ella tan solo se sentía tan confundida.

—¿Qué es esto? —preguntó al instante en el que el ascensor se abrió, sorprendida y confusa: era un departamento.

Solamente eso. No habían pasillos ni puertas, como ella creyó inconscientemente que sería el edificio; no, solo había un gran y espacioso departamento. Era casi similar a ese en el que había vivido una vez, muchos años antes, cuando apenas sucedía la boda entre Mikahil y Ariah. Cuando conoció a Azael. Solo que el sitio estaba vacío, iluminándose en cuanto las puertas se abrieron y revelando paredes blancas, piso oscuros y un espacio amplio.

Prohibido ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora