Veintinueve

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Tal vez debía haber escuchado a Earlier.

Porque poco después, esa mujer dejó de llegar en las noches, escondida. Mikahil ni siquiera le dio una explicación. Azael encontró un anillo en una de las mesas del vestíbulo y poco después observó, escondido, como Mikahil se lo colocaba a Ariah en su despacho. Solo había silencio, pero la mujer lloraba. Su padre lucía tan frío y serio como un muerto en vida pero después, cuando la besó, era como si estuviera furioso. Azael se fue antes de ver algo más.

—Alguien vendrá a vivir con nosotros —le dijo Mikahil un día, cuando Azael se anudaba torpemente una corbata. No sabía cómo hacerlo y nadie le enseñó cómo. Su padre se quitó la suya, negra y lisa, de seda y se la dejó caer anudada sobre el cuello. Le quedaba grande con su uniforme. Pero luego, Mikahil lo miró sin nada descifrable en el rostro, solo diciendo— Ya no estaremos tan solos.

Y Azael simplemente negó.

—Siempre lo estaremos —fue todo lo que dijo.

Él no sabía que, después, esa chiquilla de ojos verdes no le dejaría. Azael nunca estaría solo mientras a ella el corazón le latiese.

Pero cuando regresó ese día de la academia encontró el vestíbulo lleno de cajas hasta las esquinas y, rellenando cada rincón, había un aroma dulce. Azael la encontró ahí, en una esquina sentada casi escondida.

Él ni siquiera prestó atención a la mujer, ni al anillo que ahora adornaba su dedo anular. Él la observó a ella solamente.

Y Azael descubrió que el nombre de aquel bonito ángel era Aurora.

...y que ella era hija de esa mujer, la que la bestia tomaba en brazos cuando nadie veía.

Pero lucían tan distintas. No solo sus rostros —una con cabellos oscuros y otra con cabellos rojos, una con ojos cafés y otra con ojos verdes, una fría, otra cálida— sino, la forma en la que Azael las veía. Aquella mujer; silenciosa hasta que finalmente se convirtió en una Harvet, lucía tan impura. La muñequita, en cambio, era lo único que Azael podía ver; no solo porque quería, sino porque estaba en cada sitio. A dónde él mirase, ella estaba ahí... pues vivía en su casa, comenzaba asistir a la academia —aunque nunca estaba cerca, siempre la encontraba apartada lejos, hecha pequeña en una esquina, ni siquiera atreviéndose a mirarlos a ellos— y estaba en todas las nuevas cenas que se hacían.

Pero junto al ángel, siempre estaba Ariah. Y a Azael no le gustaba mirarla cuando la mujer estaba a su lado; no le agradaba ella, ni su mirada miel siempre sobre Mikahil, ni su expresión vacía cuando se presentaba ante la familia, ni la forma en la que tocaba a la chiquilla. A Azael no le gustaba Ariah Gallone en lo más mínimo... y mucho menos, el hecho de que pronto se convertiría en una Harvet.

Y sucedió ese día, el veinte de diciembre. La boda, los jardines de rosas cubiertos en velos blancos, los invitados y las copas de vinos... el ángel vestido en ropas blancas que después se ensuciarían del humo gris y tierra.

Cuando Mikahil y Ariah se casaron, la familia de ojos negros mirándolos apenas, toda la frialdad y la dureza hacia la nueva mujer coronada como uno de ellos; Azael se apartó, sin poder estar más ahí. No le agradaba, ni siquiera, escuchar a su propia familia hablar. La forma en la que su padre agarraba a la mujer de blanco y como nadie recordaba al ángel que había muerto hacia poco más de año.

Cuando él huyó hacia el jardín de rosas, no se dio cuenta de que una niña de cabellos rojos lo siguió.

...y tampoco que, a la distancia, las rejas de seguridad se habían desactivado y sombras de hombres se movían a toda prisa por los alrededores del jardín.

Y si Azael vio algún destello de sombra, no pensó en ello. No pudo cuando la chiquilla cayó a su lado con las mejillas tintadas de rosa y los ojos de un brillo verde.

Prohibido ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora