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Por la noche, en la casa de los Barry, Diana se encontraba sentada en el sofá de la sala mientras su madre trataba de encontrar una solución para su problema.

–El concejo se reúne en tres días, ¿no? –dijo la señora Barry a su hija mayor– Pediremos tu transferencia. Les diremos que teníamos pensado desde hace un tiempo en mandarte a estudiar lejos, así terminarás bachillerato –miró a su esposo–. Pediremos la transferencia de inmediato. Te enviaremos a Francia, terminarás la escuela allá.

Diana no dijo una sola palabra, pero la expresión en su rostro no demostraba otra cosa aparte de horror.

A unos cuantos kilómetros, el señor Baynard estaba apagando su cigarrillo. Jerry, sentado en un sillón frente a él, evitaba el mayor contacto visual posible.

–Miren a Jerry –decía el hombre en todo irónico–, vandalizando la escuela, ¿no? Bravo. Cometiste un gran error, bien hecho. ¿Qué es lo que haremos? Mas bien, ¿Qué es lo que voy a hacer? Así es, tú piensas que yo lo resolveré, como siempre resuelvo todo –hubo silencio en el lugar–. Voy a hacerle una donación a la escuela, para tratar de salvarte el pellejo, aunque no estoy muy seguro de querer hacerlo, porque así no te convertirás en hombre.

–No digas eso –intervino la señora Baynard.

–¿Por qué no? ¡Es un inútil de primera! –suspiró– De acuerdo, lo resolveré.

–No quiero –dijo el chico–. No quiero que resuelvas nada.

–Míralo. Haciéndose el orgulloso.

–No quiero nada que venga de ti –le dijo Jerry–. Solo te informaba.

El hombre se acomodó en su asiento.

–¿Alguien te preguntó algo? Porque yo no oí. Nadie pidió tu opinión.

Jerry se acercó a su padre, lo vio con sus ojos llenos de ira y abrió la boca para decir de una manera amenazante:

–Si llegas a interferir, haré cosas que no te puedes ni imaginar. Te voy a humillar. Eso es lo más importante ¿no? Que no te avergüence, pero lo voy a hacer. Apuñalaré a alguien e iré a prisión. No me importa, lo voy a hacer. No te metas. Es. Mi. Problema. No intercedas.

El hombre asintió, miró a su esposa y Jerry volvió a concentrarse en un punto fijo.

Moody hablaba con su padre en el jardín de su pequeña casa, ambos apoyaban sus espaldas en el auto.

–No puede ser –dijo el señor Spurgeon, con voz suave–. Tú no eres ningún tonto, hijo. De hecho, eres muy inteligente. Especial –su hijo no lo miraba–. No sé si te lo he dicho antes, pero eres la persona a la que mas respeto. Desde que naciste, escribiste tu propio destino. Eres un hombre independiente. No eres como yo o tu mamá, no eres alguien que se quedará en la situación en que nació. No lo eres –el chico soltó una lágrima–. Nunca imaginé que cometerías un error así, fue algo muy inmaduro.

–No te preocupes, papá, lo arreglaré –le dijo con la voz entrecortada.

–¿Cómo? –preguntó el hombre.

–Yo me encargo, no te preocupes –bajó la mirada–. Algo se me va a ocurrir.
Ambos se quedaron callados.

Los Cuthbert estaban decepcionados de Anne, sobre todo Marilla, quien gritaba como una loca.

–No puedo creerlo. ¡Era lo único que nos faltaba! Nuestra querida Anne va a ser suspendida de la escuela, ¿cierto? ¡Es un escándalo! No hay otra forma de llamarlo. Pero lo supe cuando vi a esos chicos, no me dieron buena espina… mira Matthew, mira lo que le hicieron a nuestra Anne.

–Marilla –dijo la pelirroja–. No es así, el error fue mío. Lo hice por voluntad propia.

–¿Te estás escuchando? –le preguntó la mujer– ¿Cómo que por «voluntad propia»? ¡No puedo creerlo! ¿Es nuestra Anne la que está hablando? ¿En serio? ¡Se acabó! ¡Estás castigada! No irás a la escuela esta semana, Matthew buscará una excusa médica. Te vas a quedar en tu cuarto a pensar en lo que hiciste. Pon en orden tus pensamientos.

–¿No iré a la escuela?

–No, no vas a ir. No te moverás de esta casa, y lo de tu cumpleaños… ¡Eso es otra cosa! ¡A tu cuarto!

Anne miró a Matthew, este no dijo nada. La chica se levantó y se fue.

Gilbert estaba acompañado por su perro y su abuelo, y ninguno de los dos entendería su situación. Tomó el teléfono de la cocina, marcó un número, su padre respondió.

–Hola papá, tengo un problema, ¿podemos hablar?

–Gilbert, estoy ocupado, estoy haciendo la tarea con los gemelos. Hablamos luego.
En ese momento el chico se fijó que el cuadro que a Anne tanto le gustaba, no estaba en la pared.

–De acuerdo –respondió y colgó.

Gilbert se sentó en completo silencio a admirar el mar en una de las sillas de la terraza. En un momento, se dio cuenta que junto a sus pies estaba una liga que le pertenecía a Anne.

La sostuvo en sus manos.

「𝐋 𝐎 𝐕 𝐄, 𝐩𝐭. 𝐈 ; 𝐀𝐧𝐧𝐞 𝐰𝐢𝐭𝐡 𝐚𝐧 𝐄」Donde viven las historias. Descúbrelo ahora