Capítulo 26. Leighton.

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Camino a la clínica, que pronto se convertiría en un hospital decente, no sin mucho esfuerzo y lucha administrativa, me fije en el rictus serio de Rocío, sentada en el asiento trasero, mientras conducía a toda la velocidad que podía, en esa carretera y el coche ruinoso al que me había visto obligado a conducir.

–Estamos llegando.

Fue todo lo que se me ocurrió decir para romper el silencio incómodo que se había formado.

Yo, encantado de aprovechar los silencios de la gente, admirador acérrimo de quienes preferían callar a ocupar el ambiente con palabras triviales, deseaba que al menos me atacase con su lengua viperina y tenaz.

<<¡Qué sorpresa Leight, eso es nuevo! Debería darme dos hostias y dejar de pensar como un imbécil>>.

No tardamos en ser atendidos por Diana, la preciosísima enfermera de guardia, que a pesar de ser especialmente empalagosa en cuanto me tenía cerca, era buena, muy buena, en su trabajo y en otras tareas más personales que no venían al caso.

Empujando la silla de Adamina, comenzó a interesarse por mi regreso en plenas vacaciones.

–Ha sufrido una caída y ha perdido el conocimiento, por eso estoy aquí.

–Pensé que echabas de menos… esto.

Dijo no precisamente refiriéndose al trabajo en sí.

–Soy muy entregado, en el ámbito profesional.

Sonreí, al tiempo que apoyaba una mano en su cintura.

–Y en otras actividades extra. Por cierto…

Se humedeció los labios y me plantó dos besos, a forma de bienvenida. Sonreí de nuevo, al ver por el rabillo del ojo a Rocío echar humo por las orejas y volví a centrar toda mi atención en Diana.

Traté de convencerme que lo hacía por consideración al esfuerzo de aquella mujer por deslumbrarme, más que por fastidiar a la nieta de mi vecina, sin creérmelo del todo.

Hablábamos lo suficientemente bajo como para hacer sospechar a cualquiera que nos viera que tramábamos algo, lo que dejaba más al descubierto las cartas de Rocío.

–¿Quién es la chica? ¿Otra aventura?

–¿Tienes algún interés en que así sea? No creo que te importe.

–Lo siento Doctor Carrington. Era curiosidad.

–La curiosidad mató al gato.

Quité la mano de su cuerpo y se alejó, con la seguridad de segundos antes por los suelos, para dirigirse de forma cortante pero profesional a Rocío. 

–Señorita, quédese en la sala de espera hasta que le avisemos.

El flirteo terminó. Ya no había público a quien dedicárselo, ni ganas de tenerla alrededor.

–Adamina, ahora debe estarse muy quieta. ¿De acuerdo?

–Pero esto no hace falta. No voy a meterme en ningún cacharro.

–Por favor.

Era la única persona a quien pedía algo por favor en muchos años, por lo que si no me daba tregua, iba a acabar cabreándome y pagándolo con quien no debía.

–Mina. Es esto o quedarse aquí ingresada una semana al menos.

–Pero… si yo estoy bien. ¿Y mi nieta? Quiero hablar con ella.

–Adamina.

Tomé aire hasta llenar los pulmones. Eran tal para cual.

–Va a meterse en el TAC y se va a estar quieta, para no tener que estar más tiempo del necesario.

Ya me estaba cabreando.

–Está bien, pero un ratito eh. No voy a estar ahí mucho tiempo que me ahogo. Hay que ver qué carácter, hijo mío.

–Le dijo la sartén al cazo.

La prueba se tuvo que repetir dos veces, ya que no había forma de mantenerla tranquila.

–No puedes moverte.

–Pero si no he hecho nada.

–La prueba ha fallado. Tardaremos menos si intenta dormirse.

–Claro, claro. Que sensible es este cacharro, por Dios bendito.

Dos horas más tarde, saqué a Mina de la máquina de TAC, que al final había conseguido quedarse dormida.

–Llévale a la sala del doctor Robledo. Que le hagan un análisis y un electro. Cuando termine avísame.

–Leighton...

Le dejé con la palabra en la boca y
salí a la sala de espera, en busca de Rocío, para avisar que aún tardaríamos un poco más en irnos.

Por la expresión de la enfermera, dudaba que hubiera salido a dar noticias del estado de su abuela.

–Leight es simplemente una cara bonita pegada a un cuerpazo… dentro no hay nada. Créeme.

¿Cómo? ¡Pero qué cojones!

Estuve a punto de arrancarle el móvil de la mano y pedirle, no, ordenarle que me diera una explicación a lo que decía de mí con a saber quién.

¿Su novio? ¿Le estaba hablando de mí?

Aguantando las ganas de tomar cartas en el asunto y ponerle en un aprieto, me quedé tras ella en silencio. Aún no era consciente que estaba espiando y, por muy mezquino que fuese escuchar una conversación ajena, no me sentí culpable por hacerlo, cuando esa conversación trataba sobre mí.

–¿Y qué conseguiré con acostarme de nuevo con él? ¿Qué me trate peor que ahora? No, gracias. No me van los imbéciles para repetir.

No era su novio, pero igualmente, no era capaz de seguir escuchando más gilipolleces. Con el corazón a mil por hora y con ganas de hacérselo pagar, carraspeé para hacerme notar. Adopté una de mis expresiones de mala hostia y la mantuve hasta que se dignó a colgar y mirarme.

Parecía un corderito a punto de ser degollado y por un instante me apiadé de lo capullo que era y lo mal que se lo tenía que hacer pasar a la gente cuando me salía la vena cruel.

–Hablaba… con… con una amiga de… de…

“De mí”. Una gota de sudor frío le calló por la sien y con sus balbuceos decidí aflojar un poco.

–Mina está bien. Le dejaría aquí pasando la noche, pero es una cabezona. Así qué…

Dejé un par de segundos de tensión, en el que pensé que se caería de boca contra el suelo. Esto me lo vas a pagar “Doña toca-cojones” y tras darle la noticia de mi plan tan poco meditado, me fui en busca de su abuela y de paso a mojarme la cara porque era un estúpido.

¿En qué estaba pensando?

Valió la pena por la cara que había puesto, pero de ahí a tener en mi casa a dos mujeres que, siendo sincero, eran unas pesadas, por mucho que quisiera a una de ellas y por mucho que me gustase joder a la otra en todos los sentidos, mi decisión poco elaborada, se iba a volver contra mí.

<<Eres un capullo.
Lo sé.
¿Ahora te gustan las visitas en tu templo?
¡Joder!>>

–Pero hijo… ¿A tú casa? ¿Y qué ha dicho mi nieta?

–Está de acuerdo.

“Olvídate de esta idea estúpida”

–Mire,

Me senté en la silla de la consulta y cerré los ojos, el dolor de cabeza era insoportable.

–por su enfermedad y teniendo en cuenta lo que ha pasado hoy, es necesario que esté en observación. Serán dos días.

–¿Evitará que tenga que volver a este sitio? Pobre Rocío, venir a verme y que se encuentre con este panorama. No tenía que haberle pedido que viniera…

–No puedo creerme que diga algo así. ¡Es su familia! Tendría que haberse preocupado más por su salud, por verla sin que nadie se lo pida.

–No ha podido venir antes y no deberías opinar sobre algo que claramente desconoces.

–Tiene razón. Lo único que sé es que es mezquino por su parte. Por parte de las dos, a decir verdad.

Necesitaba salir de ahí. No me interesaba el motivo que le llevase a esa mujer a defender a capa y espada a su nieta. Aunque fuese sangre de su sangre, lo que había hecho, no tenía nombre. No se podía perdonar siempre.

–Cuando su madre les abandonó, tuvo que hacerse cargo de Juan, con todo lo que eso conlleva.

Solté la manilla de la puerta y me giré.

–¿Esa es la excusa?

–Debería ser ella quién te lo cuente. Mi nieta, no lo ha tenido muy fácil y por mucho que odie decirlo, mi hija, no ha sido buena madre en los últimos diez años. Entiende que quiera que todo sea agradable para ella en los pocos días que va a estar aquí. Cuando se marche a Madrid, todo volverá a ser como siempre.

Agachó la cabeza y yo me sentí el ser más miserable de la faz de la Tierra.

Me quedé con ganas de saber más, que me contase toda la historia, pero ni ese era el lugar y el momento adecuados, ni yo estaba tan loco como para querer involucrarme en su vida.





















Pero tú... ¿Qué te crees? (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora