Capítulo 19. Rocío.

122 12 19
                                    


Los rayos del sol me despertaron aunque era incapaz de abrir los parpados. Parecía que miles de millones de hombrecillos verdes y diminutos me clavasen alfileres en el cerebro y ojos.

Tenía la boca seca de la resaca y una sensación más que desagradable por tener flases de lo que había ocurrido aquella noche.

Intenté incorporarme, pero no encontraba las fuerzas, por lo que me tapé la cabeza con la sábana y conté hasta tres para despegar las pestañas.

Una, dos y ¡tres! ¡Por fin! La cabeza me iba a estallar y era consciente que la boca me olía a pozo, pero a pozo en el que había un bicho descomponiéndose.

-¿Pero qué...?

Tan solo llevaba puesto el sujetador y los pantalones cortos. Muy despacio, con miedo de lo que iba a encontrarme cuando sacase la cabeza al exterior, ya que no recordaba haber llegado a casa de mi abuela, fui apartando la sábana.

Observé la habitación con las paredes hechas de cristal desde el techo hasta el suelo, en el que se veía el bosque y el embalse en todo su esplendor. -¡Guau! -La vista era espectacular y aunque la luz me molestaba, la panorámica me tenía atrapada.

Alguien carraspeó. Cuando le vi apoyado en la puerta con los brazos cruzados sobre su torso desnudo y vestido con unos pantalones deshilachados a la altura de las rodillas, que le caían de forma holgada sobre la parte baja de la cadera, dejando ver la goma ancha de su ropa interior... yo... necesité una bombona de oxígeno ante esa imagen de chico malo y tremendamente erótico-seductor-empotrador-queso-de-primera.

Intenté tragar saliva, pero para entonces, mi lengua era como la de un gato disecado.

-Buenos días, borrachilla.

Volví a meter la cabeza bajo la sábana. ¿Qué estaba haciendo él ahí? ¡No! ¿Qué cojones estaba haciendo yo ahí? Con el pulso acelerado y los Umpa Lumpas aporreándome el cerebro traté de recordar el momento exacto en el que la cagué de forma monumental.

Volví a sacar la cabeza hasta la altura de los ojos. Ya no estaba. ¡Uff! Decidida a salir de allí con la poca dignidad que me quedaba, si es que aun sabía lo que era eso, me puse las deportivas, busqué mi camiseta que no daba señales de vida y cagándome en mí, en mis decisiones, en el alcohol y en general, en todo lo cagable, abrí varios cajones buscando algo que tapase lo suficiente como para poder presentarme decentemente en casa de mi abuela.

¡Joder, mi abuela! Cogí la primera camiseta que encontré, parándome a exhalar el olor inconfundible de Leighton ¡Madre mía era tan provocador como todo él! Estaba creado desde el pecado para volver tarumba a todo ser viviente.

Me la puse y salí corriendo de la habitación, así, a lo loco, sin parar a mirarme en un espejo.

Bajé las escaleras que supuse, me llevarían a la libertad.

-¿Vas a apagar un incendio?

Ahí estaba él, de nuevo, con un vaso de agua en la mano y una sonrisa prepotente, en su habitual rostro de perdonavidas. ¿Podría ser más guapo? Me permití soñar despierta unos segundos, para después regañarme por mirarle como una boba.

-Mi abuela debe estar preocupada...

-Sabe que estás aquí. Tómate esto.

Me dio el vaso de agua y una pastilla.

-¿Cianuro?

-Rocío, tómatelo.

Le hice caso y me lo tragué sin apartar la mirada de las vistas que me regalaba. ¡Joder! Tendría que sacarle una foto para que mi amiga se lo creyese.

Pero tú... ¿Qué te crees? (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora