Capítulo 35. Rocío.

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¿Cómo me había dejado embaucar otra vez por ese ser indeseable?
¿Cuántas veces iban ya?

¡Malditos consejos de Susana!

Sentía el corazón retumbar en mi pecho violentamente, quería darle una paliza por esa forma suya de ser, por manejar a las mujeres como simples objetos.

Tan sólo vi la realidad cuando Laura me lanzó esa mirada de “zorra-aquí-sobras”

¿Qué podía hacer aparte de salir huyendo?

Nada, absolutamente nada y, ahora aquí estaba, a punto de demostrarle lo que había aprendido en mis clases de defensa personal. Otra idea de mi gran amiga.

Vale, quizá no fuese buena con los guantes, pero sabía defenderme.

Me los quité y ese cretino sonrió.

–¿Sin guantes?

Entrecerré los ojos.

–No quiero hacerte daño. Ataca.

–Retrógrado machista.

Me coloqué en posición de defensa, con los puños enfrente de la cara, mientras recordaba paso a paso cada palabra y demostración del profesor.

¿Qué era aquello que decía siempre cuando el atacante era un armario empotrado? ¡A sí! Distancias cortas para reducir sus posibilidades.

Me acerqué a él, mientras me balanceaba hacia adelante y hacia atrás con las puntas de los pies.

Me lanzó un puñetazo despacio, con cuidado, pero yo estaba con el chulo subido, así que aproveché, me agaché sin quitarle la mirada de encima, atenta a sus movimientos y me lancé consiguiendo derribarle, con tan mala suerte que fue mucho más rápido que yo y acabó sobre mí a horcajadas.

–¿Te rindes?

Negué con la cabeza, con rabia. Ignoré su cercanía y conseguí alejar unos centímetros su cuerpo del mío, con mi antebrazo, con un golpe seco en  sus brazos, cayó sobre mí a plomo. Le abracé pegando mi cabeza en su pecho y de un rodillazo conseguí impulsarme para quedar esta vez encima de él.

–¿Jiu-jitsu?

–Defensa personal.

Me sujetó de los brazos y volvió a dejarme bajo su cuerpo, totalmente inmovilizada, mientras luchaba por soltarme de su agarre.

–Sabes defenderte, pero esto no te va a servir de mucho. Pasa la pierna izquierda por encima de mi cintura.

Le hice caso y con toda la fuerza que me quedaba, conseguí colocar la pierna como me había dicho.

–Bien, ahora rodea mi cuello con el brazo.

–¡No puedo moverme!

–De eso se trata. ¡Vamos!

Su piel quemaba contra la mía. Dejé de luchar en cuanto nos miramos fijamente y fue como si todo a nuestro alrededor desapareciese.

Me sentía etérea con él enredado en mi cuerpo. Me soltó y se quedó con sus brazos en tensión a cada lado de mi cabeza, mientras yo, era incapaz de mover ni un solo músculo de mi cuerpo.

Los segundos se hicieron largos, más de lo normal y aprovechando que estaba distraído, volví a atacarle para quedar de nuevo a horcajadas sobre sus abdominales.

Coloqué el antebrazo sobre su cuello y ejercí la presión exacta para no asfixiarlo, pero dejando claro quien mandaba, mientras con la otra le sujetaba de las muñecas.

¡La sensación de tener el control era alucinante!

–Regla número uno. Nunca bajes la guardia.

Dije orgullosa de mi ventaja.

Con rapidez soltó su brazo de mi agarre y en un abrir y cerrar de ojos, tiró de mi camiseta casi arrancándomela.

–Regla número dos.

Contestó, mientras me sujetó del cuello y tiró de mí hacia su boca, al tiempo que aprisionaba los brazos a mi espalda y me besaba con esa rabia característica suya.

Luchar contra él, contra las sensaciones que me provocaba era inútil, por mucho que la mala leche estuviese ahí. Más tarde me arrepentiría, pero en ese momento…

Con ansía, nos quitamos la ropa, mientras seguíamos rodando por el suelo, sin importar quien tuviese el mando de la situación.

Nos miramos a los ojos y aunque seguíamos sintiendo emociones encontradas el uno por el otro, fue el momento de mayor conexión que sentí tener con alguien en toda mi vida.

Decir que estaba asustada, era quedarse corta, pero, sí, había un pero y es que, ya no había forma humana de dar marcha atrás.

De un empellón se introdujo dentro y sin necesidad de más preeliminares, comenzamos a movernos buscando, no sólo nuestro propio climax, sino el del otro también.

Una hora más tarde me levantaba del duro suelo y sin mirarle a la cara, recogía todo el reguero de ropa que había a mi alrededor.

Él hizo lo mismo. Sin decir palabra, se levantó y como el rey de la casa que era, se alejó como vino al mundo hacia el cuarto de baño.

Mejor sin hablar, mucho mejor, si esto iba a ser así, lo que menos necesitaba eran carantoñas y tonterías después de “follar”. Ambos éramos dos adultos que sabían lo que hacían. Unos cuantos más, a poder ser en otro sitio que no fuese el suelo y en cuanto llegase a Madrid, si te he visto no me acuerdo.

Desorientada aún y a solas en la enorme sala del gimnasio, pude soltar todo el aire que había retenido en mis pulmones. Cerré los ojos y me llevé las manos a la cabeza, intentando controlar el hormigueo que recorría mis extremidades sin dejar de pensar en volver a repetir bajo la ducha.

Con todo mi morro, allá que fui, haciendo caso omiso a la alarma que gritaba peligro en mi cabeza.

Empujé la puerta de cristal y asomé la cabeza.

–¿Vienes a enjabonarme?

Sin decir ni mu, me metí en la ducha.

–¡Joder!

Di un salto hacia atrás resbalando y cayendo de culo. El agua estaba ardiendo. ¡Joder! Me miró sorprendido, sin saber qué hacer cuando estalló en carcajadas.  

–¡Muy gracioso, si señor! ¡Me parto! Ja, ja, ja.

–¿Estás bien?

Preguntó sin dejar de reír como una hiena. Juré que me las iba a pagar en cuanto me recompusiera del tortazo. Me puse en pie y para colmo, me entregó el bote de jabón.

–No llego a enjabonarme la espalda.

–¡Qué te jodan y te la enjabone tu puñetera…! ¡Aaaag! ¡Imbécil!

Dispuesta a largarme, mientras seguía riendo, me cogió de la muñeca con fuerza.

–¿Dónde crees que vas? No hemos terminado.

–Pues yo sí.

Bajó la temperatura del agua y tiró de mí.

–Primero tendrás que ducharte.

Con el ceño fruncido observé como se echaba jabón en las manos, embadurnaba mi cuerpo con la espuma y no apartaba esos ojos profundos como si encerrasen el mismísimo océano.

Se me había olvidado respirar. Me giró y frotó la espalda con un suave masaje jabonoso. Dejé escapar un suspiro y cuando pensó que ya estaba lista, tras estudiarme concienzudamente, me entregó el bote.

–Tu turno.

–Nunca haces nada que no sea para sacar provecho después, ¿verdad?

–Verdad. Todo el mundo se mueve por objetivos. Trabajas por dinero, follas por placer… Creo haberlo explicado antes.

Le quité el jabón de las manos y le unté como si de una tostada se tratase su cuerpo, aunque mentiría si dijese que no me excitaba esa situación.

–¡Ale! ¡Ya estás listo!

–¿Ya?

Asentí con la cabeza y antes de conseguir poner un pie fuera, ya me tenía sujeta de nuevo, esta vez con un abrazo de oso por la espalda.

–Creo que no te has quitado todo el jabón y yo aún no estoy listo. Vas a tener que esforzarte un poco más si quieres que salgamos de aquí antes de la hora de comer.

El susurro en mi oído me puso la piel de gallina. ¿Quería repetir? ¡Estupendo! Porque yo también.

Que fuese un capullo y un chulo, no significaba que no me pusiera a mil y, consciente de que en unos días todo esto terminaría, iba a aprovecharlo al máximo.

Para cuando salí del gimnasio envuelta en el albornoz más suave del mundo, ya era la hora de comer y yo ya no sentía ser yo, sino una persona totalmente diferente. Era como una extraña que no entendía absolutamente nada, ni siquiera era capaz de poner en orden las ideas.

Era tan complicado entender que me pasaba cuando de él se trataba que decidí aligerar el paso hasta la habitación sin mirar lo que dejaba atrás, para salir de ese barullo de sensaciones y pensamientos que anulaban lo que pensaba que era mi sensatez.

Pero tú... ¿Qué te crees? (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora