Hermandad inesperada

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Mientras se dirigía a casa de su amiga rubia, se percató que estaba, extrañamente, falto de aliento. Claro, el transcurso de la academia al hogar de Moriyama era extenso, pero iba caminando tranquilo y sin apuro, no debería sentir que respiraba agitado. ¿Qué era eso? Aun podía sentir el tacto cálido de Suguro en sus labios, en su nuca y en su espalda, y era algo cosquilleante. Apretó los labios tanto que fue capaz de lamerlos sin tener que sacar la lengua. Todavía había esa insistencia de algo, pero no podía confirmar de qué se trataba.

Inhaló con fuerza, como si se sorprendiera con él mismo al percatarse de que, penosamente, estaba un poco, ¿cómo decirlo?, caliente. Bueno, cobraba sentido, entonces, por qué Shima había empujado a Ryuji lejos de él. Sí, no había pasado nada, solo se estaban besando, pero si hubiesen continuado sin contratiempos, probablemente hubieran hecho algo más que solo eso.

Se mordió las uñas, abstraído en sus pensamientos mientras continuaba su marcha hacia su destino. Al parecer su relación estaba desarrollándose bastante bien, pues antes no eran ni siquiera capaces de compartir un ósculo con mayor profundidad y movimiento, y para ese punto Rin estaba, casi, pensando en sexo. Ah, pensó, cayendo en cuenta que para ese tipo de situaciones eran importante la participación de ambas partes. ¿Ryuji pensaría lo mismo? A lo mejor, pues parecía igual de cooperativo que él hacia unos minutos atrás.

¿Deberían hablarlo? Después de todo eran primerizos y no estaría mal un poco de preparación de ante mano.

Cuando se percató, estaba frente a las puertas de barras metálicas que resguardaban el precioso jardín de Shiemi. Era verde brillante incluso en invierno, con flores coloridas que tenían pétalos delicados y bellos. La rubia estaba ahí, hincada frente a unos eléboros vibrantes, usando sus manos desnudas para colocar lo que Rin supuso era composta.

—Shiemi— le llamó, golpeando el metal con las llaves de su dormitorio que había extraído de sus bolsillos.

La chica se giró a mirarle, manchada sutilmente del rostro con tierra.

—Ah, ya voy.

Se levantó de su sitio, sin preocuparse de la suciedad en sus manos y que hasta se colaba debajo de las uñas, y fue a recibirlo a la entrada.

—No te vayas a enfermar— Okumura comentó.

—No, no te preocupes— la rubia le sonrió, abriendo la reja metálica y dejando que el muchacho pasara—. Entra. Yo iré a limpiarme.

—Está bien.

Mientras la muchacha colocaba nuevamente el seguro a la reja, el pelinegro caminó por el sendero del jardín, apreciando la vegetación bien cuidada, en dirección al edificio tradicional japones. Se acomodó en la mesita baja que yacía en la habitación de Shiemi, la cual era bonita, decorada con plantas y cosas lindas de colores suaves que encajaban perfectamente con la personalidad de ella; uno esperaría que la joven, siempre vestida con su yukata, tuviera un futón en vez de una cama al estilo occidental. Se distrajo mirando alrededor suyo durante minutos, minutos en los que la rubia se retiró toda la suciedad del cuerpo y preparó tazas de té.

Shiemi colocó una bandeja de madera sobre la mesa, acomodándose frente a Rin, y le entregó a su invitado la taza humeante de liquido traslucido.

—Lamento hablarte tan de repente— dijo ella, rodeando su taza con ambas manos.

Rin negó con la cabeza a la par que sorbía su bebida.

—¿Qué pasó?

—Ah, es que me di cuenta de algo. Llevamos un año juntos, pero no hemos festejado el cumpleaños de nadie. Y Navidad se acerca. ¿No crees que estaría bien hacer algo?

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