Reconsideraciones de tratos pasados

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Suguro había ido a ver a Samael a su respectiva oficina, pero él no se encontraba ahí y, al no saber donde vivía, además de que le resultaba de mala educación ir hasta ahí, optó por ir en su busca después. Fue al día siguiente y al siguiente, pero el hombre parecía tener otros asuntos que lo mantenían ocupado fuera de la academia. Aquello, sinceramente, le provocaba ansiedad porque el celo de Rin estaba cada vez más cercano.

Finalmente, el día que lo encontró en su oficina llegó y él casi se había arrodillado a agradecer a un ente superior. Le contó rápidamente lo que pasaba, aunque no hubo mucha necesidad porque Pheles estaba al tanto de todo. ¿Por qué no hacía nada aun? Ryuji no sabía como funcionaba la cabeza de su director, sin embargo, para ese punto era lo que menos le preocupaba. El hombre con sombrero de copa le indicó que conseguiría nuevos supresores para el mayor de los gemelos, mas, por falta de tiempo, Suguro sería quien tendría que entregarlos.

—¿Yo? — preguntó con algo de alerta, señalándose con un dedo.

—Así es, joven Suguro— el muchacho abrió la boca para refutar algo, siendo interrumpido por Samael que levantó la mano mientras miraba la pantalla del computador—. No te preocupes. Te indicaré dónde es.

Le dio una rápida mirada a la par que le indicaba con un ademán que se acercara. Titubeante, el castaño se aproximó con una lentitud casi exasperante, sentándose en una de las sillas frente al escritorio de manera cuidadosa. Samael picó aquí y allá con el ratón del aparato, tecleando algunas cosas. Escucharon el ruido ocasionado por una impresora que estaba fuera de visión del castaño, por debajo del mueble. Posteriormente, Pheles extendió una hoja frente a él, permitiéndole ver una fotografía aérea de una residencia; había un perímetro delimitado por una barda de madera que solo se encontraba abierta por un portón principal grande, dentro de éste había numerosas casas al estilo japones que se conectaban por senderos de piedra en jardines frondosos y bien cuidados.

Samael rebuscó por los cajones hasta dar con un plumón azul que le servía para marcar con un circulo una de las edificaciones.

—Esta es la casa donde está el joven Rin. Su habitación está más o menos aquí— indicó el sitio con una flecha bajo la atenta mirada obscura del menor.

—¿Cómo voy a entrar?

—Por la puerta de enfrente no, por supuesto. La barda no ha de medir ni dos metros. Podrías saltarla sin problemas.

—Y, ¿esto donde es?

—Oh, te doy un empujón con esto. El viernes alistaré a mi conductor. Estará fuera, esperando, a eso del medio día, junto a los supresores.

Miró a los ojos del adulto antes de volverse a la hoja rayoneada con un rostro meditabundo.

—Y yo haré lo demás.

—Así es.

—Okey. Sí. Está bien— asintió efusivamente.

—Estupendo. Suerte, joven Suguro.

Cuando el día llegó, se montó al auto que, a diferencia de lo que esperaba, era uno sencillo (gris de cuatro puertas y pequeño) y estuvo nervioso sobremanera. Durante todo el viaje estuvo jugando con sus aretes, como si se asegurara de que todo estuviera en orden. Al arribar al sitio, mientras el vehículo detrás suyo se retiraba con el suave ronroneo del motor, miró la larga barda de madera gruesa; si sus cálculos eran correctos, el portón principal estaba a su derecha, cruzando la esquina. Observó la imagen que traía en manos, grabándosela en la mente antes de guardarla en su bolsillo para disponerse a trepar el muro que, como opinó Samael, fue sencillo. Escabulléndose entre los arbustos, arboles y adornos bien cuidados, se dirigió a donde debía encontrarse la habitación de su novio.

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