Capítulo 29. No me busques.

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«No me busques»

Cuando la negrura por fin se esfumó, logré abrir mis ojos lentamente

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Cuando la negrura por fin se esfumó, logré abrir mis ojos lentamente. Lo primero de lo que fui consciente fue que estaba recostado boca abajo, con la mejilla apoyada en un suelo frío e irregular. Me estremecí.

El olor a tierra mojada inundó mis sentidos y eso me aturdió aún más; ese no era el aroma a flores silvestres de Féryco, eso significaba que no estaba en casa. Entonces, las últimas imágenes cruzaron como un rayo por mi cabeza.

Me moví, inquieto ante mis recuerdos, y apoyé las manos a cada lado de mi cuerpo para obligarme a alzarlo. Un tintineo metálico rebotó como un eco por toda la estancia y mi atención cayó sobre los gruesos grilletes negros que rodeaban mis muñecas.

El corazón se me aceleró. Me puse de pie y lo primero que hice fue mirarme a mí mismo. Los grilletes en mis muñecas estaban conectados a gruesas cadenas negras clavadas al suelo, otros dos iguales en mis tobillos. Llevé mis manos a mi cuello al sentir el frío metal, sólo para descubrir que tenía otro arco de hierro rodeando mi garganta.

Jadeé al comprender que me habían encadenado como si fuera un animal salvaje y la furia me hizo moverme, utilizar todas mis fuerzas para romper las cadenas o sacarlas de sus goznes, pero estas no cedieron. Y con un vuelco en el estómago me di cuenta de que aún tenía el brazalete plateado en el tobillo, por lo tanto, mi magia brillaba por su ausencia.

No podría soltarme sin ella.

La realidad me cayó como una cubeta de agua helada y entonces sí me tomé mi tiempo para inspeccionar a mi alrededor, ¿dónde estaba? Parecía una caverna hundida en la penumbra, pero antorchas de fuego plateado flotaban en el techo para iluminarla suavemente. Y de manera espeluznante.

La gruta tenía una altura de 8 o 10 metros, con columnas de piedra naciendo del suelo para llegar hasta el techo, en donde también se alcanzaban a ver las estalactitas sobresaliendo. No muy lejos de mí, un espejo de aguas azules —tan oscuras como un cielo de medianoche sin luna ni estrellas— reposaba en el suelo. Identifiqué el murmullo del agua y descubrí pequeños riachuelos corriendo como raíces de álamo hasta perderse en la negrura, allá dónde la luz plateada no alcanzaba a iluminar nada.

Volví a mirar hacia arriba y comprendí que estaba bajo tierra, ¿pero dónde? Solo los Dioses lo sabrían. Por el eco de las cadenas, aquello parecía una red infinita de cuevas subterráneas.

Mi respiración se volvió irregular y antes de que pudiera recobrar la compostura, alcancé a ver una sombra a mi derecha, moviéndose como un fantasma silencioso. Agudicé la vista y cuando su cabello castaño dorado brilló bajo la luz plateada supe que se trataba de Clío.

Me moví hacia ella y lo único que me permitieron las cadenas fueron dar dos pasos hacia adelante antes de tensarse. Dos malditos pasos, nada más. Yo solito no tardaría en erosionar el suelo donde me encontraba si solo podía dar dos pasos hacia adelante y dos hacia atrás. Eso sí no me volvía loco primero.

Féryco. Ezra Rey.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora