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Esta vez, al contrario que el último evento al que asististe, no habías tenido asesor de imagen alguno, por lo que te habías encargado de elegir el vestido por ti misma (con algún que otro consejo disimulado de tu madre, que te acompañó a comprarlo). De cualquier forma, aún sin personal shopper, estabas bastante orgullosa de tu elección. El vestido que acabaste eligiendo era larguísimo, hasta el punto de que la cola arrastraba unos centímetros por el suelo; de color plata, con pequeñas incrustaciones de piedras, escote en uve, tirantes anchos y una abertura vertiginosa sobre la pierna izquierda que subía hasta la mitad del muslo. Aún si tu madre se quejó (que lo hizo), decidiste usar las sandalias de tacón de la última vez, con las pequeñas mariposas en los enganches.

El vestido también tenía una preciosa abertura que dejaba tu espalda al descubierto, y la peluquera a la que tu madre te acabó llevando decidió que lo más acertado sería un recogido; tu pelo se arremolinaba en un moño bajo, pulcro y no demasiado tirante. Y como toque final, unos largos pendientes con diminutas lágrimas de cristal colgaban de tus orejas.

Estaba claro que tu madre y tú estabais construyendo una relación mucho más cercana (y sana) de la que manteníais antes —basada en el mangoneo y el miedo—, pero eso no quería decir que la mujer pudiera perder sus costumbres de un día para otro. Lo de aparentar perfección seguía siendo un rasgo demasiado marcado en esa mujer como para dejarlo ir, justamente por esa razón habíais viajado el tramo que separaba tu casa de la empresa en limusina. A tu padre le daba igual, pero a tu hermano... como siempre, le encantaba. Sobre todo por el atiborramiento de frutos secos que se estaba pegando durante el viajecito.

Según tu forma de verlo, ese tipo de lujos te resultaban horteros y exagerados, muy de principio de milenio; como si fuerais nuevos ricos o raperos que se querían coger una cogorza antes de alguna gala de premios musicales. Pero ya que tu madre había respetado tus gustos, aunque fuera con mucho esfuerzo, decidiste que lo mejor sería hacer lo mismo con los suyos y no soltar palabra de la horrible limusina negra.

La entrada del edificio estaba solo ocupada por el equipo de seguridad y los invitados, que entraban en parejas o en pequeños grupos entre los que reconociste a más gente de la que te hubiera gustado. Y a pesar de que viste a la familia de Jimin al completo, a él no te lo encontraste por ninguna parte. No sabías si era la mejor noche del mundo para tener una charla con él, pero te hubiera gustado, al menos, cruzar un saludo o una sonrisa con el chico. Al que sí viste, por otro lado, fue a Min; no era difícil dar con él teniendo en cuenta lo mucho que desentonaba al llevar la camisa por fuera del pantalón de traje y la pajarita deshecha.

En cuanto saliste de la limusina, asistida por el chófer, Yoongi te miró, alzando una ceja en un gesto más expresivo de lo que te hubiera gustado. Entendías perfectamente esa mirada, ese repaso que te había dado y esa sonrisa ladina que esbozaba mientras cruzabas a zancadas cortas la acera.

Te entretuviste (quizás demasiado) en fruncir las cejas con sorna para que dejase de observarte como un pervertido, por lo que cuando te encontraste de repente en la entrada del edificio, no estabas enteramente preparada para escuchar esa voz.

—Señorita Kim —murmuró Jungkook, de lo más ceremonioso.

Y cuando te giraste hacia él, encontrándotelo vestido por un traje de un blanco impecable, ni siquiera pudiste centrarte bien en lo inusual del color que había ido a elegir, porque su pelo captó toda tu atención. El muy descerebrado se lo había decolorado, y ahora toda su melena (a excepción de los habituales rapados de ambos lados de su cabeza) estaban de un color rubio que rozaba el blanco grisáceo.

—¿Qué...? ¿Tu pelo? ¿Qué...? —intentaste preguntar, impactada.

—¿No te gusta el rubio, cebolleta? —inquirió en un susurro, sonriendo disimuladamente.

Erase meDonde viven las historias. Descúbrelo ahora