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La ventana abierta dejaba que el murmullo lejano de las olas rompiendo llegase a tus oídos junto al graznido de numerosas gaviotas. La manta se había resbalado hasta poco más allá de tu cintura, y sus brazos te agarraban desde atrás; se enganchaban bajo tu pecho y tu cuello, invitándote silenciosamente a seguir completamente pegada a él.

Una vez abriste los ojos lentamente te encontraste completamente desnuda bajo la fina sábana; la luz blanquecina se te pegaba al cuerpo, y la brisa que entraba empezaba a darte escalofríos. Te estremeciste, ligeramente incómoda, antes de notar el leve movimiento de Jungkook a tu espalda.

—¿Cebolleta? —susurró, pegándose más a ti—. ¿Tienes frío?

—Un poco.

El chico enganchó la manta con una mano y la subió por completo, dejando que el borde se anclase bajo su cabeza. Ahora estabas metida en una especie de tienda de campaña improvisada que no dejaba pasar la corriente. La luz, por otro lado, traspasaba la tela sin dificultad alguna, por lo que, cuando sus manos te invitaron a girarte, no te costó demasiado observar su sonrisa, sus ojos hinchados, su cuerpo desnudo.

—Buenos días —murmuró con voz ronca. Sus manos se deslizaron esta vez a tu espalda, acurrucándote contra su pecho. Un pequeño beso cayó sobre tu cabeza, y tus piernas se enlazaron con las suyas, recibiendo todo el calor que podía compartir su cuerpo.

Solo contestaste con un ronroneo que mostraba lo cómoda que te sentías antes de devolver el beso; en tu caso, en medio de sus clavículas. No sabías en qué momento dejaste esa misma postura durante la noche, pero recordabas perfectamente que así fue como te quedaste dormida: enredada en él.

Casi parecías metida en un trance demasiado bueno para ser verdad; en una ensoñación —la mejor de tu existencia—, o en el paraíso mismo.

—¿Tienes hambre? —Su voz seguía sonando tomada, seguramente por el cansancio que le había producido la noche pasada. Aunque, al contrario de lo que tú (o incluso él) suponías que pasaría, tras esa unión, ese choque de pieles, ese frenesí explosivo, solo conseguisteis quedaros abrazados sobre el colchón.

Las conversaciones se sucedieron durante muchas horas. Hablasteis de detalles tontos, contaste y escuchaste numerosas anécdotas de la infancia. Y, al final, entre besos y risas, os quedasteis dormidos.

—Estoy bien. Estoy perfecta.

El chico peinó tu pelo con sus dedos extendidos, haciéndote sonreír más profundamente mientras tus párpados se cerraban para sentir cada movimiento que hiciese por tu piel.

Dios, si seguía con esos gestos, con ese cariño en cada una de sus acciones, iba a dejarte con una sonrisa marcada en la cara para el resto de tus días. Quizás no de una forma siniestra tipo sonrisa de payaso, pero seguro que las primeras arrugas que surcarían tu cara serían las de la sonrisa. De todas formas... si eso llegase a pasar, no te molestaría; esas eran las arrugas más bonitas de todas.

—Innie... —volvió a llamarte. No parecía querer dejarte descansar tranquilamente. Alzaste la vista hacia su rostro con algo de resentimiento mudo, recibiendo una radiante sonrisa torcida que te quitó la molestia de una vez— estás increíble recién despierta.

—Deja de decir tonterías; no estoy radiante, seguro que estoy hecha un adefesio. No necesito que me mien...

—No te miento —aseguró. Besó tu frente, la punta de tu nariz y volvió a mirarte—. ¿Conoces a Giovanni Strazza?

—¿A... quién? —murmuraste descolocada.

—Un escultor italiano. Creó un busto llamado la virgen del velo; ¿te suena?

Erase meDonde viven las historias. Descúbrelo ahora