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        Si me preguntase que color me recuerda a Caracas, diría que verde, por el Ávila, un cerro dentro de un parque en Caracas, los domingos mamá y yo subíamos caminando hasta la primera parada, Sabas Nieves. Ese era todo el ejercicio físico que hacíamos.

Azul para Nueva York, porque el cielo es lo que enfoco cuando estoy a gran altura. Y Múnich, en el escaso recorrido que llevamos, no he advertido más que tonos beige y techos rojizos.

Eros aceptó a dar una vuelta por el centro, no podía esperar a ver algo interesante, aunque para mi, todo, incluso los cestos de basura y la gente introduciendo botellas en máquinas extrañas que les devolvían monedas, me parecían de otro mundo. Tomé fotos desde la comodidad del auto, Eros presentándome cada lugar, a pesar de que ya está harto de ver lo mismo, me habló con toda disposición.

La ciudad es una mezcolanza perfecta entre lo antiguo y contemporáneo. Edificaciones de estilo gótico, como la Catedral de Nuestra Señora de Múnich, construida con ladrillos. Eros me contó que dentro hay una huella de una pisada, según cuenta la leyenda, dejó el diablo cuando curioseaba la iglesia, burlándose de la falta de ventanas.

Y la famosa Marienplatz, plaza central de la ciudad que en la edad media se disputaban torneos, albergaba mercados y era punto de celebraciones, cosa que no me cabe en la cabeza, en mi casi nula apreciación del mundo, podría confundir la plaza con un palacio.

De lejos no pude ver más que el pináculo puntiagudo de la torre y la columna cerca de ella, que sostiene una especia de figura dorada en la punta, misma que mi guía privado ha llamado Mariensäule o para mi rápido y fácil entendimiento, Columna de María. Se detuvo en una cafetería cercana a comprar desayuno, sándwiches con salchicha, huevo y mantequilla. Le añadimos un mocachino, aunque estuve muy tentada en pedir cerveza, así la ofrecían en el menú, pero no quería que me diese diarrea.

El cuerpo no me da para recorrer al menos los al rededores de la plaza. Necesito urgentemente dormir un par de horas más para recuperar la energía perdida en el vuelo. El reloj en el tablero del vehículo marcan las nueve cuarenta y cinco de la mañana, Nueva York alcanza las cuatro de la mañana, Martín debe tener la cabeza hundida en la almohada.

Tomo un sorbo de la bebida, quemándome la lengua mientras sacudo las migas del pan con disimulo, lo que menos quiero es dañar la costosa tapicería de cuero rojo.

—Puedo entender porque estudian, bueno, tu estudiabas en Varsity—menciono, desviando la vista del camino repleto de árboles—. No iban a buscarlos en un instituto de esa categoría.

Despega el dedo de su labio, removiéndose un poco. No sé si sea el cambio de horario o el que estemos en un país distinto, su país, pero los ojos le deslumbran cual cielo despejado, una mirada de regocijo que no había tenido el placer de conocer.

O quizá sea solo yo, que no dejo de repetir la tarde de ayer una y otra vez.

Termino con el mocachino, saboreando el empalago de cinco cucharitas de azúcar en el paladar. 

—Fue Hera quién quiso un cambio completo de país, gente, ambiente. Ulrich no estuvo de acuerdo pero Franziska y Helsen iniciaron el papeleo, ninguno lo escuchó—contesta, pasándome como gesto inconsciente lo que queda de su bebida.

—Gracias—le acepto el vaso con mucha pena, pero sin remordimientos—. ¿No quería llamar la atención?

Creo que algo de eso me dijo alguna vez...

De sus labios brota una risa que salta entre lo suave del gesto y la ronquera de su voz.

—¿Has visto a Hera? No hay manera de que pase desapercibida, se convierte en el centro de atención donde sea que vaya—articula una pequeña risa, negando con la cabeza—. Ella quería algo distinto, no hay gran misterio detrás de esa decisión.

The German Way #1 ✓ YA EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora