Escena Inédita

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—Infección estomacal.

El hombre continúa moviendo la mano sobre la hoja, hace quince minutos que entró a la recámara cargando un maletín del tamaño de Hera, trabajó con su mierda, luego de caras extrañas y resoplidos, como si me diagnosticara una enfermedad terminal, me dice que eso, es lo que tengo.

Podrá ser una puta infección estomacal, pero se siente como estrechar la mano de la muerte.

—Infección estomacal—repito, frunciendo el ceño—. Hace quince años no pescaba una.

Rasga la hoja del cuadernillo, Hera la recibe y enseguida le ensarta la mirada al contenido.

—Antibióticos cada ocho horas, inhibidor de acidez cada doce y un protector gástrico al día, por tres días—le explica el hombro, señalando a la receta. Vuelve a verme, tomando la maleta del escritorio—. Mucho líquido, caballero, comida blanca, cero grasa. Retome progresivamente a su dieta habitual a medida que vaya recuperando el apetito, si regresan las náuseas, deje de comer hasta que pase.

¿Y si nunca pasan? Quiero cuestionarle, pero mis fuerzas se desvanecieron en las arcadas.

No recuerdo la última vez que me enfermé, ni una simple gripe, estornudos, o fiebre de minutos, nada.

—¿Cuánto más estará así?—pregunta Hera—. Ha estado con vómitos desde anoche.

—En las próximas horas las náuseas deben parar, tome la primera dosis y recuéstese un rato—menciona—. Intente comer en las próximas dos horas, le hace falta.

¿Para eso le pago cuatrocientos dólares? ¿Por quince minutos y una respuesta escueta?

Qué gran alivio.

—Muchas gracias, doctor—dice Hera, me cuestiono si lo ha dicho con ironía.

Sale a despedirlo al elevador, escucho sus pasos de un lado a otro como si sufriera un ataque de histeria. No asistió a clases por quedarse a mi lado, creo que le he visto hacer más caras de asco hoy, que en toda la vida. Se ha arrodillado en el suelo a limpiar con sus guantes de goma rosa hasta los codos, el asqueroso desastre que dejé por no llegar a tiempo al inodoro.

Ha dispuesto un tacho de basura junto a la cama que cambia de bolsa cada vez que devuelvo lo poco que he conseguido tragar. No he logrado retener nada en el estómago más de veinte minutos.

Me arde la puta garganta si me atrevo a tomar un respiro, pinchazos me atraviesan el abdomen si me muevo un centímetro, atrayendo un ardor que me comprime el estómago. Me sobrecargué de ejercicio y comida, a mitad de la noche desperté con el esófago ardiendo y la cama con mi silueta marcada en las sábanas por el sudor.

En algo tengo que agradecer que Sol no se haya quedado conmigo, jamás me volvería a besar si me viese soltando porquerías cada media hora.

Arrugo la frente al percibir el mareo previo a las arcadas, el adormecimiento de los músculos debido a la misma debilidad me hace el doble de dificultoso levantar la cabeza. Los pasos de Hera se oyen dentro de la habitación, respiro hondo tratando de apaciguar el vacío angustioso en medio de las clavículas.

—Dame un maldito té y ya.

Si no me mata la infección, lo hará su mirada.

—Mandé a Caleb por la receta, regresará pronto—avisa, sentándose en la orilla del colchón. Siento el dorso frío de su mano en mi frente, cuando la subida repentina de comida me obliga a levantar el torso de las almohadas—. Estás ardiendo en fiebre, ¡ah! ¡Allá! ¡Vomita allá! Le diré a Catherine que pida un día extra a la compañía de limpieza, ¿crees que sea buena idea contratar una enfermera?

The German Way #1 ✓ YA EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora