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Bremen, Alemania.

   

        Trescientos cinco. Repite la rubia de pequeña estatura en su mente. Él está en la Trescientos cinco.

A Hera Tiedemann jamás en su vida se le ocurrió pisar un lugar tan sórdido como ese. ¿Qué tendría que hacer ella allí? ¿Ensuciar sus lindos vestidos diseñados exclusivamente para ella? ¿Contagiarse con alguna bacteria de nombre impronunciable? ¡Ni por asomo!

Sin embargo, contra toda coherencia allí estaba, recorriendo los angostos pasillos de paredes mohosas y pisos corroídos por el paso del tiempo en busca de la celda trescientos cinco, la misma dónde su querido hermano hace vida desde hace casi dos años.

¿Y todo por qué? Por culpa de su intromisión y desacato, por no saber cuándo quedarse tranquila; su amado hermano sufre las consecuencias de sus acciones impulsivas. Se repetía con ganas de darse golpes en el pecho como castigo.

La chica que hace no menos de cinco horas arribó a Bremen desde Nueva York, sostiene un álbum plagado de polaroids de ella y sus amigos haciendo tonterías sin sentido, una ultima pijamada antes de partir cada uno a su destino debido a las vacaciones de verano. Ella le prometió a su hermano mostrárselo en cuanto llegara, y allí estaba, parada frente a la celda trescientos cinco, con el corazón retumbando y las manos temblorosas.

Desde el juicio no lo había visto. Siempre que ella pedía verlo, él se negaba. Jamás dejaría que su hermanita, la jovencita de trenzas rubias y piel sensible pisara tal sitio repulsivo, pero la chica de ojos celestes y nariz respingona jamás acepta un no por respuesta, y Eros, siendo débil ante sus pedidos, no pudo negarse otra vez.

A fin de cuentas, el también necesitaba de ella. Aunque eso nadie lo sabría, Eros Tiedemann prefería dispararse en un brazo que aceptar algo como eso. Si, ciertamente su hermana era su punto débil, lo demostraba seguido, pero nunca lo escucharían de su voz.

Hera toma un profundo respiro, armándose de fuerzas para encarar a su hermano. Levanta el puño para proceder a tocar la puerta y a centímetros de hacerlo, un gemido de placer corta el mutismo del pasillo, dejándola estática en el sitio.

Le habían dicho que el resto de reos estarían fuera por la hora de actividades que les otorgan, las demás celdas se encontraban vacías, la única de donde podía provenir el sonido, es de esa que tiene en frente. La trescientos cinco.

Asqueada de encontrar a su hermano en esa situación indecorosa, le pega una patada a la puerta con sus lindos zapatos de charol y empieza aporrearla con los puños como si buscara romperla.

¡Él sabía que ella iría! Piensa ¡Y aun así invitó a una mujer!

—¡Eros!—gritó con la voz aguda y furiosa—. ¡Eros Tiedemann ábreme ahora mismo!

Escuchó atenta y repugnada los movimientos provenientes de la habitación, sonido entremezclados con el sigilo de las voces. La sangre le escocía y la vista se le empañó, ¡Que tonta fue al creer que su hermano se alegraría de verla! Es obvio que para él no es más que una simple visita más.

Me lo merezco, se dijo. Me lo merezco.

Un minuto después la puerta se abrió y el olor a cigarrillo y sudor le inundó las fosas nasales.

Hera levantó la vista de sus zapatillas de punta reluciente encontrándose con un par de pozos azules idéntico a los suyos.

Allí estaba su hermano, vistiendo nada más que un pantalón deportivo negro, luciendo una espesa barba que nunca se había dejado y el cabello tan largo que en poco tiempo le cubriría las orejas. Se fijo en los nudillos sangrientos y el labio hinchado, prueba de la reciente disputa.

The German Way #1 ✓ YA EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora