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        —¡ES LA LUNA DE BARODA!—Hera grita, brinca y sacude la cabeza, sosteniendo el collar con un único diamante amarillo ovalado y del tamaño de un pulgar colgando de el—. ¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡No puede ser! ¿Dónde lo conseguiste?

Ulrich con el pecho inflado cual pavorreal, aparta un mechón prófugo del recogido desordenado de su hija, mirándole con una devoción digna de un creyente postrado frente a su máxima deidad. Hera disfruta de las atenciones de su familia, ataviada en un vestido rosa, ceñido a la cintura de mangas y falda abultada, me recuerda a un algodón de azúcar.

Poco le importó madrugar para empolvarse la cara y meterse en el vestido a recibir sus regalos por. Ya es costumbre para ella.

Luego de desayunar en el jardín, pasamos a esta habitación decorada con retratos de sus antepasados, un peculiar crucifijo que por la reprimenda de Agnes, Ulrich ha puesto de cabeza y lo que me ha dicho Eros, el fusil de Adler Tiedemann, fundador de la compañía, enmarcado en la pared.

Lulú y Hunter aplauden felices, sentados en posición sobre la alfombra que se expande bajo la mesa de roble delante del extenso sofá desde dónde Eros, Franziska y yo admiramos el espectáculo de la rubia destapando la montaña de regalos que no parece nunca reducirse.

Agradezco haberle entregado anoche los pendientes de oro de estrellas. Mismos que trae puestos y hacen juego con el brazalete a juego de los aretes, regalo de Hunter y la gargantilla de estrellas también, obsequio de Lulú.

—Legalmente, cielo—repone Ulrich con deje sarcástico.

Hera se acerca a su madre, tropezando con las cajas por estar abstraída en la joya, igualando el resplandor de sus ojos cristalinos.

—¡Te adoro!—chilla, no sé si al obsequio o a su padre, antes de mostrarlo a su madre quien intenta calmarle apretándole el brazo—. Este es el colgante que usó Marilyn Monroe en Los Hombres las Prefieren Rubias, ¿puedes creerlo mamá? ¡¿Puedes creerlo?!

—Si hija, si, es precioso.

Agnes le sonríe, observando el diamante de cerca. Sin que Hera se dé cuenta, le hace una mueca desaprobatoria a Ulrich. Ulrich ni se inmuta, no tiene ojos para nada más que su hija.

A Hera le quedan montones de regalos por abrir y aún así, tengo la certeza que ninguno superará el que carga en las manos y contempla con tanta adoración.

—Déjame tocarlo—pide Franziska.

Hera voltea a verla frunciendo el entrecejo.

—Abuela, no, lo vas a ensuciar—rezonga, retrocediendo un paso.

Se me sale una risa al atisbar la mueca ofendida de Franziska quién profiriendo un ruidito desdeñoso.

Pierdo la concentración cuando Eros me despoja la nuca de cabello y sin preocuparse por la presencia de su familia, abandona un beso allí. Le pellizco el muslo con disimulo, arrojándole un mirada de advertencia que ignora y me hace cambiar por una sonrisa al estamparme un beso más en la mejilla.

—Mi turno—dice Franziska poniéndose de pie con una pequeña caja envuelta en papel dorado en las manos. Carraspea, la atención de todos se posa en ella—. Es de conocimiento general que muy aparte de ser amante del chofer, también lo soy de dar regalos, y en vista de que este cumpleaños es especial, traje obsequios para todos para festejar como se debe—Ulrich se lastima el puente de la nariz, a diferencia de Agnes que ríe a carcajadas por la confesión de la mujer. Hera le pasa el colgante a su madre, para recibir el regalo de su abuela—. Pero antes de que lo abras, un brindis.

La misma chica de cabello rojizo que miraba de forma sospechosa a Eros, se acerca ayudar a Gretchen a servir el vino en las copas. Poco les importa que no sean más de las diez de la mañana, porque hoy no es un día común y menos corriente, hoy la luz de la casa, como ellos le llaman, cumple dieciocho años.

The German Way #1 ✓ YA EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora