Capítulo 15

91 12 15
                                    

~Stephanie~

El ataque de pánico de Philip sucedió hace ocho días; esos síntomas tan familiares me han traído recuerdos ocultos, escondidos bajo decenas de escudos que me impiden caer en picada.

Me aproximo hacia la puerta del dormitorio, y la bandeja se sacude ante los temblores de mis manos; sus objetos tintinean ruidosamente. Me detengo, y golpeo tres veces sobre la madera con mis nudillos.

—Philip —susurro—. ¿Puedo pasar?

El joven de ojos azules se encuentra sentado sobre su cama deshecha, su espalda apoyada contra la pared. Mechones de su cabello, blanquecino bajo la tenue luz de la habitación, cubren su frente. El color de su piel es tan pálido que se asemeja al gris, y contrasta con los círculos negros bajo sus ojos.

Las paredes blancas de la habitación están cubiertas por una gruesa capa de escarcha, y un conjunto de luces azuladas atraviesan la superficie, proyectando un reloj distorsionado.

—¿Mejor?

—Un poco —susurra con voz suave—. Me duele la cabeza.

—¿Puedo? —digo, mientras acerco mi mano a su frente para medir su temperatura corporal.

El contraste entre el calor de su piel y la gelidez del dormitorio es abismal. Sus ojos se posan en los míos y recorren mis facciones. «No me mires» quiero decirle. Las paredes se humedecen cuando la escarcha cambia de estado, y el frío desaparece por completo.

—Sabes cuál es tu poder, ¿cierto? —digo en voz baja.

Asiente con la cabeza.

Apoyo mi mano sobre la suya y otro escalofrío recorre mi cuerpo.

—Está bien no estar bien, ¿sabes? —No soy la persona indicada para hablar de esto y mucho menos para dar consejos.

—Gracias y lo siento. Siento ocupar tu tiempo. No quiero ser un estorbo, ni depender de nadie para poder sobrevivir aquí.

Lo entiendo. Claro que lo entiendo.

—Solía sentirme igual. Desde que...

No puedo contarle esto. No puedo contárselo a nadie.

Frunce el ceño, y sus pupilas se dilatan, expectantes a que prosiga. Los segundos pasan, y Philip separa los labios. Una lágrima recorre su mejilla y cierra la boca nuevamente.

Puedo contarle algo. No eso. Pero algo.

Respiro profundamente, y decido hablar, porque tal vez así me quitaré un peso de encima.

—Mi madre murió cuando yo apenas era una niña. La extraño como nunca he extrañado a nadie —«Tony» se repite en mi cabeza—, y desde que ella no está... he tenido que hacer todo por mi cuenta. Mi padre siempre me trató como un estorbo y como un gasto de dinero. —Supongo que la raíz de todos mis problemas es él.

Lo he dicho. Lo he dicho. No me ha juzgado. No me ha juzgado. Es apenas una gota del océano que me ahoga, pero lo he contado.

Las iris azules del joven resplandecen.

—Mi madre también murió de muy joven. Ella era la única de la que podía aceptar ayuda. Luego de su muerte... comencé a sentir que cada persona que me hacía un favor me menospreciaba. Y aunque intento cambiar esa sensación, no puedo. Y es una mierda sentirse un bueno para nada cada vez que no puedes hacer las cosas sólo.

»Desde que... falleció, he cambiado radicalmente. Tuve que adaptarme, y esa fue mi manera de hacerlo —Muerde su labio inferior—. Mi madre... ella era todo para mí. Siempre dicen que lo primero que olvidas de una persona es su voz. Pero nunca podré olvidar una de las frase que ella me dijo; al día de hoy sigue retumbando en mi mente como un eco infinito que me obliga a seguir adelante.

Sus ojos se fijan en los míos, y su voz grave comienza a recitar las palabras.

«Muchas veces sentimos que la vida nos brinda tan sólo tormentas, que estaremos por siempre varados en el frío de las tinieblas. Pero, tarde o temprano, el sol siempre saldrá, y el calor abrazará nuestros cuerpos como un manto. Tan sólo hay que buscar el día en la noche; el resplandor en la oscuridad. Y cuando lo logres, Philip, debes mirar atrás, para observar todo lo que atravesaste, y utilizarlo como combustible para seguir adelante».

Pienso en cada nube que he tenido que atravesar; cada rayo que ha devastado mi vida. Mi cuerpo comienza a temblar. Mueve su mano debajo de la mía y entrelaza nuestros dedos. La gelidez de su piel se transforma en una calidez abrasadora.

Los recuerdos de mi pasado me abruman, extendiéndose por mi organismo como un virus que se esparce rápidamente por un frágil cuerpo, debilitado por tantas cicatrices. Pero esto no es completamente cierto, porque preferiría mil veces infectarme con el Nervosolius antes que esta desdicha.

Una sonrisa apesadumbrada se dibuja en mis labios. Bajo la mirada hacia nuestras manos entrelazadas, y me pregunto cómo es que llegué a estar a solas con un desconocido. Cómo es que le he contado algo de mi pasado. Cómo es que no desconfío de él tanto como debería.

Mi frente se frunce, y no puedo evitar pensar que quizás él es igual a los demás. La inseguridad se apodera de mí. «¿Y si planea ganarse mi confianza para lastimarme? ¿Y si solo quiere divertirse conmigo para luego dejarme tirada, como si fuese un juguete?» El rechazo se apodera de mi cuerpo con cada pensamiento. Son todos iguales. No puedo confiar en él ni en nadie. Intento soltar su mano, pero él la sostiene con vigor. «Mierda. Voy a ser víctima de esto nuevamente. Pero no; me lo prometí y lo cumpliré. Haré lo que sea. Lo que sea. No puedo soportarlo. No de nuevo.»

Mi corazón se acelera y golpea mi caja torácica con fuerza, como si quisiera escapar de ella. Las palpitaciones retumban en cada parte de mi cuerpo; en las puntas de mis dedos, en mis sienes, en mi pecho. Las lágrimas intentan escapar de mis ojos, pero me obligo a retenerlas. Mi estómago da un vuelco y el vacío se apodera de mi interior. Se asemejan a los síntomas de una herida que no para de sangrar; una lastimadura antigua; una cicatriz que siempre volverá a abrirse.

Escudriño el sitio, intentando idear una manera de escapar de aquí. Mi mirada se desliza con velocidad, buscando un arma con la que pueda defenderme.

—¿Stephanie, estás bien? —pregunta, y su voz me repugna. Mis dedos no logran liberarse—. No voy a lastimarte; no lastimaría a nadie. No de vuelta.

«¿De vuelta?» me pregunto. Mis piernas no responden. Necesito escapar. Sus palabras no significan nada para mí; ya no puedo diferenciar la mentira de la verdad, y eso me aterra.

De repente, su mano me suelta. Me levanto lo más rápido posible e intento huir. Una lágrima cae y se pierde en mi ropa.

Sus dedos rodean mi antebrazo, y me voltea. Las manos de Philip acunan mi rostro y sus pulgares acarician mis mejillas. Sus ojos me observan con detenimiento. Necesito moverme. Me está tocando. El temor hace que mis manos tiemblen.

Su cabeza se acerca a la mía, y temo que vaya a besarme. No. No. Aprieto mis labios y mi espalda se tensa. Siento que voy a desmayarme. Pero Philip apoya su frente sobre mi hombro y rompe en llanto.

Mis músculos se relajan y lo abrazo, mientras acaricio su cabello. Sus sollozos continúan y con él caigo yo; las lágrimas abrazan mis mejillas, y los recuerdos surgen sin cesar. Pierdo el control de mi cuerpo, y mis piernas fallan. Mis rodillas golpean el suelo con fuerza, pero ya no puedo sentir nada.

El tiempo pasa, y no nos movemos ni un milímetro. Nuestras manos vuelven a entrelazarse. Así, juntos, el frío nos envuelve, mientras que nuestros cuerpos se pierden entre sí, irradiando el poco calor que resta dentro de nosotros.

Nota de los autores: ¿Qué les está pareciendoo?

Una Prisión Infinita (Eslabones de Sangre #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora