Un hombre peligroso y otro prohibido.
Danisa Jansen ha tenido el privilegio de probarlos a ambos. Y, al mismo tiempo, ese privilegio se transformó en dolor.
Hoy, ella cuenta su historia a través de un libro, un libro que ha llegado a manos de ambos...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Buenos Aires, un año antes...
Gerónimo caminó por las calles luego de que Ariel destrozara a Danisa y él, como un completo cobarde, había enmudecido.
"Una puta de la cual nos servimos, amorcito, ni más ni menos. No hay lugar para ella en esta relación. Gerónimo, eres mío, cuanto antes lo entiendas, mejor".
Se cruzó de brazos, buscando darse consuelo a todo el dolor y el remordimiento que tenía.
― Eres un monstruo.
― Sí, soy un monstruo que te ama, graba eso en tu mente.
¿Era así? ¿Una persona a la que no le importaba nada era capaz de sentir amor?
― El mundo no es para los débiles, Padre Blake. Si de pronto ella es incapaz de superarnos, es su problema, no nuestro.
― El que tiene un grave problema eres tú...
― No, Gero, tú lo tienes. Vives pensando tanto en los demás que te olvidas de vivir tu vida. Vamos, sé valiente una vez. No temas elegir, aunque bueno, en este caso, ya lo hice por ti...
Tenía que hablar con él, finalizar eso que nunca debió comenzar. Y lo haría en ese momento, sin importar la forma en que su corazón gritaba que no lo abandonara.
Se dirigió al departamento que Ariel tenía en Buenos Aires, el mismo que había rentado sólo guiado por el deseo de estar más cerca del sacerdote y continuar con esa especie de adicción lujuriosa.
El kinesiólogo trabajaba a cuentagotas en una Clínica, pero, nada más, el resto del tiempo lo destinaba a su amor y a su amante, como él solía llamarlos a Gerónimo y Danisa.
Gerónimo caminó a paso rápido, y, llegado un momento, comenzó a correr.
La gente lo observaba asustada, nada de eso le importó. Tenía que llegar lo antes posible, terminar esa tortura ahora que poseía la fuerza necesaria.
Llegó al edificio y lo contempló desde el lado opuesto de la calle. 18 pisos, Ariel vivía en el 11. Tragó saliva y se arregló la camisa celeste.
Colocó la mano en el pecho y controló a su corazón que dolía.
"Es el fin, el último encuentro".
Sería la última vez que lo vería, y debía sentirse bien con esa decisión. Gerónimo nunca iba a renunciar al sacerdocio, era su pasión. Sin embargo, esto que sentía por Ariel Imhoff ardía en su interior y lo envolvía en fuego sagrado.
"Sagrado".
¿Era correcto llamar así a un sentimiento tan reprensible?
No era de ese modo como lo habían criado, no eran esos los valores inculcados por su familia. El ardor se acumuló en la boca de su estómago, las ganas de vomitar eran incesantes. Todo el tiempo, buscando hacer salir el contenido de eso que, poco a poco, lo estaba matando.