COMO EN LOS VIEJOS TIEMPOS

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El fin de semana opté por no pasar tanto tiempo con Katia. Mi ánimo estaba por los suelos —sin razón aparente—, y no quería que ella me preguntara nada al respecto. El sábado por la noche la encontré revisando unos archivos de la universidad, y me quedé un rato haciéndole compañía. En ese rato descubrí unas cuantas cosas: Katia creía que mis analogías apestaban, lo cual era cierto y un poco cruel; Katia adoraba pasar tiempo conmigo, aunque... bueno, esa era solo mi teoría; y, por último, Katia quería conocer Calle Inter. Y esa era una muy mala idea.

Me negué.

Insistió.

Me negué con fervor.

Insistió. No, no, no, no. ¡Por supuesto que no!

—Está bien, Katia. —¡No!—. Si quieres que te lleve, te llevaré.

—Más te vale —me advirtió con los brazos cruzados sobre el pecho. Me quedé mirándola, tenía la expresión de una niña caprichosa y algo mala. Sin pensarlo, me incliné sobre ella y una deliciosa sensación de anticipación me embargó. Entonces, le besé la mejilla y Katia se paralizó. Y lo que parecieron horas solo fue unos segundos, unos segundos intensos que aún hoy puedo recordar.

Decidí marcharme antes de perder la cabeza.

Ya en mi habitación, me reprendí. Estaba jugando con fuego. Katia me hacía sentir tantas cosas que cuando estaba frente a ella me volvía loco y eso no podía suceder. Tenía que encontrar la manera de reprimir lo que sentía. El único problema era que no estaba seguro de poder lograrlo.

El lunes por la mañana fuimos a hacer las compras, por la tarde miramos una película y estuvimos comentándola hasta la hora de la cena. Noté, por la actitud de Elizabeth, que no le había gustado para nada que pasáramos tiempo juntos, pero me callé. En vano me estresaba por mi cuñada.

Sin embargo, esa noche Elizabeth apareció en mi cuarto. Había estado toda la cena con cara de pocos amigos, y ese momento no iba a ser la excepción.

—Por favor, hoy no —le pedí casi perdiendo la paciencia al verla. Necesitaba dejarme un poco en paz.

—Necesitamos hablar, Ryder. —Me molestó la rudeza con la que me habló.

Iba a decir algo cuando entró Ben.

—¿Está todo bien? —quiso saber con un tono calmado y hasta dulce.

—¡Siempre dices lo mismo! —me quejé, ignorando a mi hermano—. ¡Y la única que termina hablando eres tú! ¡Así que, por favor, por hoy déjame en paz!

—Es importante —insistió.

—Sé lo que quieres —repliqué—. Déjame en paz, Elizabeth.

—No hagas que parezca la mala de la historia.

Ay, por favor.

—Lo eres —afirmé.

—Ryder —me regañó Ben, como si pudiera hacerlo.

—No me faltes el respeto —espetó ella—. Esta es mi casa.

—Lo sé, y yo no pedí vivir aquí; lo hago por Ben y por los niños, al igual que tú.

No sé en qué momento comencé a llorar, pero cuando me di cuenta, tenía la cara empapada y los ojos me ardían. Me di media vuelta y pestañeé fuerte para alejar las lágrimas, aunque fue imposible: unas se iban, otras venían. Esa mujer tenía talento para hacerme sentir miserable, sin embargo, no me iba a derrumbar.

—Solo los protejo —se excusó.

Sin volverme a mirarla dije:

—Lo has dicho tantas veces que ya ha perdido sentido. Se lo dije a Ben y te lo digo a ti: ¡no soy un puto monstruo, Elizabeth! ¿Crees que lo hago adrede? ¿Crees que me gusta lo que está sucediendo?

Para siempre en ti [COMPLETA] Versión de RyderDonde viven las historias. Descúbrelo ahora