Preludio

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Sus músculos parecían negarse a obedecer. Las piernas, los brazos y la cabeza no sentían pertenecerle; se movían por instinto, arrastrándola hacia lo más profundo de El Abismo.

El dolor la devoraba: piernas entumecidas, pulmones ardientes y un aire que parecía hecho de fuego. Tosió con fuerza el polvo oscuro, mezcla de arena y cenizas, levantado tanto por su huida como por los pasos de sus perseguidores. No podía detenerse. Estaba tan cerca de tocar con los dedos la tierra prohibida de Rhem, de alcanzar su objetivo final.

La pérdida de sangre la inquietaba. No sabía cuánto más podría correr con las heridas abiertas en su costado, pero el precio de rendirse era demasiado alto. Había llegado demasiado lejos para dejarse atrapar. Impulsada por la adrenalina, trepó la colina rocosa, sintiendo a las bestias a sus espaldas. Apenas medio kilómetro la separaba del lugar que marcaría el inicio del fin para la esclavitud de su pueblo.

El ruido de las rocas trituradas por las garras de sus perseguidores resonaba con fuerza, su eco llenando el oscuro abismo. A medida que avanzaba, el sonido aumentaba, transformándose en un estruendo que competía con su propia respiración agitada. Sus movimientos eran rápidos, calculados, mientras se deslizaba entre las rocas, escapando hacia una realidad que ni sus pesadillas habían alcanzado.

Los textos robados que había estudiado fervientemente hablaban de Rhem, aunque las miles de páginas no eran suficientes para entender la compleja tecnología de sus habitantes. Aun así, nada la detendría. Su objetivo estaba claro.

Al voltear, vio cómo las bestias imitaban sus movimientos con una precisión aterradora. Pero tenía que seguir. Todo dependía de ella: su raza, su pueblo, su venganza, todo estaba en juego. El eclipse estaba a punto de bloquear el único paso a Rhem, y si no llegaba antes, todo estaría perdido.

Sus pisadas se volvían ecos que golpeaban sus oídos, así como también el gruñido que vociferaban las bocas sin labios que se robaban su energía. Los sentía, estaban a un tiro de piedra a su espalda, si no aumentaba la velocidad nunca llegaría a ver a las elegidas, los brillantes ojos purpúreos se lo recordaban, muy parecidos en color a los suyos, aunque no en la intensidad del brillo.

Con el tiempo agotándose, no podía permitirse pelear. Sabía que su frágil cuerpo no soportaría un solo golpe de aquellas criaturas. Tenía que ver a las elegidas. El libro lo decía claramente: esa era la noche en que el eclipse entre Sirakan y la mística "luna" abriría la puerta a Rhem.

Un vistazo al cielo confirmó sus cálculos: la luz blanca del satélite comenzaba a llenar el abismo. El eclipse era inminente. Su corazón se alivió al ver en el horizonte la pared rocosa que marcaba el final de El Abismo. Aceleró el paso y pronto vislumbró la bruma líquida que caía de la roca. ¿La entrada a otro mundo?

Se detuvo en seco, el polvo flotando a su alrededor como luciérnagas de plata bajo la luz del astro nocturno. Al girarse, el satélite blanco comenzaba a superponerse al rojizo Sirakan. Luna, la perla de los cielos de Rhem, brillaba como una gota de luz, mientras los demonios se acercaban, bloqueando su salida.

El cansancio y la pérdida de sangre la debilitaban. ¿Estaba todo perdido? Alzó la vista una vez más al astro blanco, su brillo sereno calmándola. A pesar del destino que se cernía sobre ella, sonrió. Había leído en uno de los libros robados que los poetas de Rhem describían a Luna como una joven coqueta, amada por los insomnes amantes de su luz.

Su capucha color rubí, símbolo de los esclavos al recuerdo de Sirakan, había caído sobre su espalda en la vertiginosa carrera y ahora sus rasgos insólitos eran perfilados en carboncillo en contra de su tez marmórea. Sus orbes de amatistas bruñidas se desplazaron lentamente del satélite blanco a los seres frente a ella, espeluznantes demonios, y no tenía necesidad de voltear hacia atrás para ver que su salida había sido bloqueado por media docena más de esos seres. Su intuición no la engañaba.

Alzó la vista, de nuevo, a ese astro desconocido que contemplaba la escena, acercándose con paciencia hacia el otro satélite rojo, aunque fragmentado, que subía por el norte en dirección contraria, de manera en que, al llegar al centro del cielo, se completara el eclipse. Para ese instante faltaban algunos minutos, y ella se estaba preguntando si llegaría a ver semejante maravilla al verse reflejada en los ojos purpúreos del demonio más cercano. El circulo de seres impuros se iba achicando cada segundo más. No tardarían en devorarla, estás bestias se disputarían hasta el último retazo de piel y hueso que le quedase.

Su diestra se alzó hacia esa esfera de plata blanca, mientras el círculo de demonios se iba cerrando a su alrededor en un vaivén que se antojaba eterno, y al bajarla un rayo de luz pura fue dirigida directamente al corazón de la primera bestia que extendía sus fauces hacia ella.

La pureza del rayo cortó de tajo al demonio creando una brecha en su pecho lo suficientemente grande para que la luz blanca pudiera pasar a través de ella. La chica sonrió y su gesto se fue ampliando hasta desgranar una dentadura de afilados y mórbidos colmillos que nada tenían que envidiar a los de las bestias que la habían estado acechando.

 La chica sonrió y su gesto se fue ampliando hasta desgranar una dentadura de afilados y mórbidos colmillos que nada tenían que envidiar a los de las bestias que la habían estado acechando

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Un Abismo Entre Catarsis y OniriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora