29: La veracidad de una estirpe

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JANICE

Hazel y yo retrocedimos de inmediato.

La imagen era sinceramente aterradora, terrible y nosotras no hicimos nada más que sentir impotencia y miedo. Harshal se apercibió de ello, y como pudo, cerró los ojos y los apretó con fuerza con ambas manos mientras su boca se retorcía por un sollozo de impotencia.

Hazel, impulsiva, puso su mano en el hombro del esclavo y con delicadeza procedió a acariciarlo como hacía la joven madre al bebé que tenía en brazos y que había sido testigo de una escena que nunca entendería. Sin saber de qué forma, yo también hice lo mismo, acercándome a tomar su mano para que sintiese nuestro apoyo y que parase de hablar.

Era de las primeras cosas que ambas nos unimos para hacer, consolar a nuestro esclavo.

Nunca he tenido amigos hombres. Siempre fui de esas niñas tímidas con respecto al sexo opuesto, como decía Hazel. Por eso sentía que la amistad de Harshal era mucho más valiosa que todas las que tenía, casi tanto como Hazel a pesar de que con ella ni era amistad. Conocía al esclavo de tan poco y ya era un hermano para mí, por lo que ver su fuerza de habitante de El Abismo siendo destrozada por la impotencia más desagradable, me era un trago amargo imposible de tragar.

La ira que sentía burbujeaba a fuego lento en mi pecho, la sentía picando tras de mis ojos y acalambrando mis músculos en mi cuerpo físico, al que seguía conectada. Pero aquí yo no era capaz de romper nada ni hacer una rabieta como tanto deseaba. Porque no estábamos realmente ahí.

Harshal, ya un poco recompuesto, nos agradeció con un silencioso beso en las manos a ambas. Su boca se entretuvo un instante más en la mano de Hazel que en la mía y vi, con sobrada satisfacción, que a Hazel esto no le molestaba.

—Perdónenme... La ira demoníaca que recorre sus propias venas, envenena las mías de la misma forma. El problema es que, yo como ustedes también ansío la libertad de mi pueblo. Pero no comparto la violencia de Jocsan, ni la que otrora tuvo Anania... Mi alquimia es más una carga que una verdadera arma. No puedo expresar el deseo de destrucción que me embarga caminar por estos sitios...

Y dicho esto, y sin nada más que agregar, los tres nos sumimos en un segundo silencio. Sin embargo, salimos de la plaza, donde el bebé ahora dormía en brazos de su madre, que nunca sabría la verdadera razón de las lágrimas de su hijo.

Las casas, elegantes construcciones de piedra arenisca se alzaban a ambos lados. Aquí y allá había risas y personas hermosas felices, pero sólo Harshal parecía comprender lo que realmente había tras de todos ellos. Hazel y yo nos mirábamos de vez en cuando, y siempre encontraba en sus ojos una tristeza igual de intensa que mi ira.

Más allá, en la plaza y a la distancia, dejando atrás las risas y la felicidad, se abría un camino bordeado de estatuas de tamaño descomunal de hombres con aire imponente. Los guerreros de terracota se quedaban cortos con el realismo de estas estatuas. Eran muchas, altas, reacias, parecían dioses olímpicos... y eran las mismas de mi pasada pesadilla, la noche que conocí a Harshal.

—Ante ustedes, mis señoras, los antepasados de mi señor Jocsan —su voz sonaba esta vez más calmada, resignada, pero con una firmeza que hace mucho no oía ni en Harner— deben conocerlas, están desde antes del nacimiento del más antiguo Onirico sobreviviente a la primera guerra. Y se van agregando uno cada vez que muere otro faraón.

Harshal empezó a enumerar uno a uno cada monarca que nos miraba con ojos estáticos y vacíos de conciencia desde arriba, pero con rasgos en el rostro en suma expresivos. Piedras preciosas se engastaban en sus armaduras y ojos, sus ropas eran combinaciones de varios tipos de piedra diferente, demostrando que la mayoría habían sido hechas por alquímicos en vez de por escultores comunes. Aquí y allá logré reconocer ciertos ademanes conocidos, no lo negaría, en los reflejos de las garras metálicas que enfundaban las manos de los monarcas casi podía ver las sangrientas batallas de cada uno de ellos. Gritos y suplicas debieron resonar haciendo vibrar esas hojas afiladas sin lograr enternecer a sus portadores.

Un Abismo Entre Catarsis y OniriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora