14: La pieza faltante

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Una risotada atrajo la atención de los presentes en la plaza de Oníria. Un estafador lo había hecho de nuevo, le había sacado las pocas placas de oro que le quedaban a un extranjero de la costa norte, más allá de los dominios del páramo de Misraim. La gente reía, saltaba y bailaba. Un funambulista caminaba entre dos cables mientras bajo él damas con decorativas prendas multicolores alzaban espadas curvas y elegantes. En la esquina contraria a esto, esclavos de El Abismo cargaban mercancías en caballos sin crines para llevarlas a las ciudades circundantes. Mercaderes de Racotis anunciaban sus mercancías y sus productos más recientes con alborozo, llamando la atención vivamente de la gente. En otro sitio, hombres y mujeres ofrecían sus servicios en una de las esquinas, vestidos de sedas, muselinas y demás telas al lado de donde Harshal estaba pasando.

El esclavo debía hablar de esto con alguien, y, considerando que estaba solo en muchos sentidos, solo podía confiar en dos personas. La primera era su madre, que servía en una herrería al mando de una cuñada de Isak, y el segundo era el mismo Isak. En otro tiempo quizá podría haber sido una lista más larga, con sus hermanos, su padre y... Y Froylina. Pero dadas las descorazonadoras circunstancias, debía conformarse con solo dos oyentes.

Sus amigas de Racotis no contaban. Porque a pesar de ser tan amables con él, Harshal sabía de alguna forma que lo único que querían eran sus servicios como hombre, cosa a la que él no estaba dispuesto a rebajarse, y no como amigo.

En algún momento pensó estar enamorado de una de ellas, pero pronto entendió que una cosa es admirar la belleza y otra muy diferente es estar prendado de cada mínima acción de esa persona y aún disfrutar un momento de paz, compartir sus pensamientos y sensaciones, ser escuchado y amado.

No, a sus amigas no les podría decir sobre su hermana. Ni ellas le agradaron nunca ni ella les agradó tampoco. Pero era comprensible en algún sentido, ni las hijas de demonios eran aceptadas en la sociedad, ni las prostitutas eran vistas como algo más que cuerpos sin voluntad ni pensamiento, aunque fueran tan bellas como mujeres oníricas.

Los oníricos eran seres rebosantes de felicidad, tenían un bienestar que era visible en todo su ser. Desde la amabilidad que mostraban hasta sus risas, largas y contagiosas. Quizá se podría decir que eran lo opuesto a los esclavos de El Abismo, si no fuera porque esa felicidad que ostentaban era producto de la ignorancia.

Harshal resopló, sus heridas ya casi habían sanado por completo, no se había tomado el tiempo para curarlas una a una, se había pasado toda la bendita noche leyendo, enclaustrado en esa habitación misteriosa. La venganza lo movía ahora como a un títere hacia sitios insospechados, y debía decírselo a su único amigo.

Entre la multitud, vio un rostro conocido. Indira, la pequeña esclava que la noche anterior estaba con el grupo rumbo al poblado. Otros niños estaban ahí también, unos cargando bultos y haciendo cosas para sus amos.

Los esclavos de El Abismo, no eran todos seres privados de individualismo y valor, pero la gran mayoría sí que lo eran. Harshal y los otros que regresaban de noche al poblado y los que lograron una residencia en Catarsis y Oníria, podían ser llamados criados, pues eran remunerados. Pobremente, pero remunerados al fin, y debía agradecerlo, no todos tenían esa suerte. El collar en el cuello de Indira, como en el de varios de los niños en esa plaza, daba fe de ello. La tira de cuero que pendía de la oreja de Harshal lo acreditaba al servicio de su señor Jocsan, así como también la marca en su palma, tan normales en todos los habitantes de El Abismo que era extremadamente raro encontrar uno solo sin esas características.

Una mano pesada se posó en el hombro de Harshal, en el acto, sintió que había sido atrapado.

—¿Cuál es tu propósito, esclavo?

Un Abismo Entre Catarsis y OniriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora