17: Los secretos de Ignacio

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JANICE

Hazel subió, pero con mayor lentitud de lo que imaginé, mascullando palabrotas con cada rama y resbalándose. El árbol no era lo que se dice demasiado fácil de escalar, pero según como yo había subido antes, había parecido pan comido. Probablemente sería la adrenalina, aunque después de todo esto con el problema de las joyas no podía descartar su influencia en esto. Decidí darle el beneficio de la duda.

—Ay de ti si no es Otto —me amenazó Hazel en un momento— porque yo... yo... no sé qué haré.

—Tú sube y después me amenazas todo lo que quieras. Pero baja la voz. No lo he visto salir y no hay puerta trasera en este caso.

—¿Cómo que en este caso?

—Olvídalo. —me mordí la lengua para no decir nada, aun no sabía si sería buena idea.

La tomé de la mano cuando estuvo a mi alcance y la ayudé a subir con un jalón rápido. Hazel se acomodaba lo mejor posible a las ramas secas, que parecían buscar los mejores sitios para pellizcarla por cómo se removía, y despotricaba mil improperios en contra del árbol.

—¿Qué hacías espiandonos? —masculló ella, mirándome con los ojos como dos rendijas— ¿no te han dicho que es de malcriadas esas actitudes?

"Tú lo has de hacer mucho" pensé furibunda, pero en cambio dije— Llevo aquí casi el mismo tiempo que ustedes. Tenía la esperanza de toparme con aquel hombre, el que te conté que... Bueno, no es tan importante... Además, —Hazel bufó en voz alta, yo la ignoré— imagino que Ignacio no volverá y pensé que... ya que no me cuesta pasar por aquí, decidí regar el árbol y...

—¿Quieres hacer tu buena obra del día? pues mejor, te hace falta bajar esa panza de camionero que te cargas —declaró en su forma despectiva de hablar. Esta vez, yo decidí quedarme callada, de todas formas, no me importaba que estuviera perdida aquí.

—¿Y quién es ese tal Ignacio? —Yo rodé los ojos, sabiendo que ella era incapaz de mantenerse en silencio por más de cinco segundos.

—Era un agricultor jubilado de unos... cincuenta o sesenta, no sé. —dije en un murmullo mientras vigilaba atentamente el patio de la casa y, por si acaso, la calle también— Él es el dueño de esta casa abandonada y este árbol que crece en la acera.

Hazel lanzó una mirada general al árbol de ramas secas y resquebrajadas y no reprimió la mueca de asco que atravesó su rostro. Seguía molesta por que yo la hubiera visto con Reginald, yo estaba segura de que parte de ello eran celos por el hecho de haberlo conocido antes como yo.

Hazel estaba fastidiada, eso se notaba al completo, dirigió una mirada reprobatoria al árbol—Pues se olvidó de él, porque se ve que no ha recibido ni una gota de agua en mucho tiempo.

—Perfecta observación. Ignacio se fue hace un año —dije con sarcasmo volviendo a rodar los ojos. No obstante, esto pareció alterar los nervios de Hazel.

—Si me vuelves a hacer ese gesto le diré a ache que fuiste tú quien le escribió aquel poema hace dos meses —amenazó con los dientes firmemente apretados, casi en un siseo.

Estaba hecha un basilisco, si me descuidaba seguramente me daría un mordisco. Sin apartarle la mirada por un instante, le dije lo más claro posible: No los estaba espiando. No tengo ninguna intención en saber lo que dices cuando estás con él ni lo que él te inventaría. Ya deja de pensar en eso. Lo que está pasando es bastante serio, se trata de Otto, ya te lo dije. Apreciaría que tomaras las cosas como son en vez de intentar darles la vuelta paranoicamente.

Hazel siseó algo que yo no entendí, aunque capté la esencia de sus insultos, su gesto era de resignada aceptación, aunque seguía con el ceño fruncido. Le indiqué el patio de la casa y ambas nos detuvimos a mirar como Otto pasaba de nuevo por ahí. Tiró la colilla del cigarro y dio otro rodeo por la yerba crecida. Parecía susurrar en voz baja mientras caminaba, y por suerte, no se le ocurrió alzar la vista al árbol más allá del techo.

Un Abismo Entre Catarsis y OniriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora