03: El drama del teatro

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HAZEL

Entre las cuatro y cinco de la tarde los deberes de mis clases de informática estaban resueltos, no se me dificultaban las computadoras por lo que la mayoría de los pendientes se despejaban en pocas horas. Es en ese momento en el que yo tenía que hacer ciertas cosas para ganarme el permiso de la tan esperada salida de la tarde. Mi único objetivo era limpiar la casa.

Los padres de Janice sabían que ella alquilaba tres horas en el estadio John F. Kennedy para practicar basquetbol, tanto como estaban conscientes de que se iba al colegio media hora antes por la misma razón, pero ignoraban que sus progresos eran nulos. De la misma manera, mis padres conocían que yo salía por las tardes al parque, solo que no sabían que no me quedaba ahí.

Dejé los cuadernos y la laptop en mi mochila antes de bajar a la segunda planta por las herramientas de limpieza. La escoba y yo no éramos nada unidas, pero valía la pena barrer toda la casa por el tan ansiado permiso. Siempre había una capa de polvo en el derredor de las ventanas, ya que entraba por ahí con las ráfagas de aire caliente del verano. Consistía en repasar siempre las habitaciones con ventanas, el problema es que cada habitación tenía por lo menos una.

Cuando yo estaba en el vientre de mi madre, a pocos días de nacer, a ella le sobrevinieron unas fiebres terribles que la dejaron en cama desde el primer día. Mi padre es médico, por lo que insistió en tratarla aquí mismo, en nuestra casa sin necesidad de llevarla al hospital. Nada le calmaba el sufrimiento, ni las medicinas pudieron hacer bajar su temperatura ni tampoco atenuar sus dolores. Fueron días donde nadie dormía lo necesario, todos estaban exhaustos y preocupados. La única forma en la que mi madre podía mantenerse mejor, era cuando mi padre accedía a abrir la ventana de su cuarto.

Mi madre viene de una montaña, una chica humilde, que se crió prácticamente en el bosque de pinos. El aire que venía de la montaña frente a la ventana, cargado con el aroma a las agujas de pino, era casi suficiente para hacerla sentir mejor.

A veces pienso en eso, cuando me detengo a mirar por la ventana la montaña más próxima, o cuando contemplo el retrato de mi madre, pintado al óleo, donde aparece con su vientre de embarazada. Mi madre es una mujer delicada, siempre lo fue a pesar de venir de un pueblo escondido en el bosque, ella es la razón de que existan ahora ventanas en todas las habitaciones. Porque ella tiene la sensación de ahogarse en lugares cerrados, una especie de claustrofobia. Si mi madre hubiera podido vivir en un armazón de madera desnuda, con ventilación constante, lo habría hecho y con mucho gusto.

Me encogí de hombros, quizá sería mejor para limpiar.

Al reunir y tirar el polvo con el recogedor fui al cuarto donde guardábamos los trapeadores y me dediqué a lavar y retorcer afanosamente la mecha de uno nuevo, lo habíamos comprado la semana anterior, aun se conservaba blanco, aunque no tanto como al principio. Me cuidé de rociarlo con un desinfectante olor a canela que a mi padre le encantaba, era un olor entre lejía y canela que no hacía más que picar en la nariz.

Yo lo odiaba con todo el peso de mi alma, era sin duda un sacrificio para mí limpiar con esa cosa que apestaba a todo menos canela, pero a la larga valdría la pena. Saqué la cabeza por la ventana más próxima e inhalé profundo antes de comenzar a pasar el trapeador por toda la planta baja. Agradecía poder largarme el tiempo suficiente, tras recibir mi permiso, para que al regresar el olor no fuese tan fuerte como para hacerme saltar las lágrimas.

Antes de irme eché una mirada general a todo el piso de la planta baja de la casa, mi reflejo se perfilaba en el abrillantado y oloroso suelo. Mi piel morena se alcanzaba a ver levemente grisácea, incluso con los relieves sutiles del adoquín deformando mi figura y contorno. Llevé una mano a mi rostro y suspiré, era la única en casa con la piel de este color.

Un Abismo Entre Catarsis y OniriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora