06: Por mi alma

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Con una mano, Harshal se apartó el cabello del rostro y con la otra alzó su azadón roto para examinar el daño. La madera se había astillado y la piedra se había salido de su sitio. Era claro que no podría continuar arando así.

Desplazando su mirada hacia el horizonte, donde los últimos rayos morían entre las llanuras arenosas iluminando su piel aceitunada, se supo libre de otra jornada de trabajo. Tenía que arreglar su azadón, o conseguir otro, para la mañana siguiente, de lo contrario no habría un pasado mañana. Sus compañeros ya se retiraban de los campos de cultivo de la vieja ciudad para regresar a ese pozo de demencia absoluta, El abismo, del que nunca debieron de haber salido, entre el terror de la noche eterna y el gélido desasosiego.

Ante el recuerdo de la oscuridad mórbida, sintió como si una esquirla de hielo se deslizase por su esófago hasta caer en su estómago, dejando una sensación de frío desolador a su paso y recordándole, que, entre las sombras de El Abismo, se hallaba su hermana.

Hiciera lo que hiciera, aún no reunía el suficiente coraje como para lograr entrar en esa fosa de noche, el momento en el cual los monstruos se encontraban más activos. Normalmente, las pocas ocasiones en las que iba, el sol siempre iluminaba desde el medio del cielo.

Cuando aún trabajaba en el palacio de Oniria las cosas eran diferentes, podía ausentarse unas horas y el faraón no lo notaba.

Una leve curva adornó su rostro en el momento en el que volvió a vestirse con la ropa áspera que se les destinaba a los esclavos sobre su humilde calzoncillo de lino. Podía haber robado de la mesa del faraón, con él presente, o poner su mano sobre los objetos que las sacerdotisas custodiaban si su corazón se lo hubiese dispuesto y se habría visto indemne en toda situación.

El faraón Jocsan era por mucho, el ser más colérico del país, pero estaba completamente desentendido del reino. Parecía que lo único por lo que sus ojos brillaban era por la mención de la guerra.

En ese caso, aún no lograba comprender por qué el rey lo había echado de su presencia sin ningún cargo o delito sobre su cabeza. El ser rebajado con los demás esclavos no era un verdadero problema, le gustaba la compañía de los más sabios, los hombres fuertes y de las mujeres jóvenes que aún no contraían matrimonio. Casi siempre era bien recibido por los de su pueblo que recordaban que era él quien había conseguido para ellos el trabajo en las minas antes de la construcción de obeliscos.

El verdadero problema eran los ingresos. Su familia había sido numerosa y su padre no hacía mucho que había ascendido a los albores del brillo de Sirakan. El despido de Harshal había representado la gota que colmó el vaso.

Sus ojos, como dos trozos de oscuridad se alzaron. Pocas colinas de Catarsis ofrecían tan buena vista del poblado de Oníria, pero desde donde se encontraba en ese momento, la ciudad cobraba vida en la pronta oscuridad. Las luces amarillas y anaranjadas de las lámparas de aceite agujeraban las penumbras de ambas regiones como dos secciones de cielo nocturno, oscuridad plagada de luz, titilando mágicamente como un segundo cielo en medio de la nada.

Pero no era el poblado lo que sus ojos negros contemplaban, sino una casa en específico. La que se encontraba más al fondo, la más grande y más amplia: el palacio de Oníria, el lugar de donde lo echaron hacia poco más de dos meses.

Algo andaba mal ahí, lo presentía. Si no era con respecto a el gran faraón Jocsan, lo sería con los suyos, quizá su madre la sacerdotisa o con su prometida.

Estos seres estaban en contra de la profecía, él lo sabía, porque no les convenía que sus esclavos volvieran a ser fuertes guerreros, ni tampoco querían que El Abismo volviera a tener un alquímico por rey. No querían que hubiera alguien que los gobernase a excepción de ellos.

Un Abismo Entre Catarsis y OniriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora