04: Un dialogo a oscuras

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JANICE

Me llevé las manos a la cabeza, apretando levemente, con la vaga esperanza de que el dolor se comprimiese entre mis dedos para desaparecer. Pero solo logré que el ardor aumentara con tenacidad ante el ruido en mi patio. Estos cuadros de jaqueca se habían incrementado con el paso de los días, con la sobre carga de estrés y las tareas que el profesor Humberto me asignaba.

Por eso mismo estaba en el techo esa noche, sobre el tejado anaranjado de la vieja casa de mis padres. Con un libro en mi regazo y una linterna de mi móvil bajo el mentón, con la luz apuntando al pilar de mi izquierda, el de casa de la vecina de los periquitos australianos. De manera que la luz se refleja y cae en las páginas sin lastimar mi vista. Ese pilar era lo único que quedaba de la idea de mi vecina de construir un segundo piso, cortado de cuajo por la falta de dinero.

Ese también era un problema conocido para nosotros, la eterna falta de dinero.

Con un gesto, aparté esos pensamientos, estaba ahí para relajarme en la soledad de la lectura, no para rememorar el mismo asunto de todos los días. El libro sobre mi regazo narraba historias, leyendas y relatos, Harner había sido demasiado dulce al obsequiármelo ¿Sería por su causa que me lo hubiera leído tantas veces? Tal vez. Pero aún si no me lo hubiese regalado mi maestro de literatura, siempre me lo hubiese leído las mil veces que hasta ahora.

Porque no solo había anexos a relatos ficticios, algunas de sus historias eran reales. Había un apartado para Buda, Hitler, Juana de Arco y Platón, donde se contaba sobre sus vidas sin caer en la monotonía de las biografías.

Estaba justo en Platón, leyendo algunos de sus aportes más importantes cuando las coquechas en mi patio me vieron desde abajo.

Las gallinas de Guinea o coquechas, como las llamábamos nosotros, son casi preferibles antes de los perros guardianes, según mi padre. Y tenía razón. Bastó con que un par de ojos pestañudos de uno de ellos me viese en el techo, como una figura extraña en la penumbra total de la noche, para avisar al resto y hacer un gran bullicio.

En circunstancias normales, mi padre hubiera salido con su revólver y probablemente yo hubiera caído del techo como una paloma herida cuando me disparase. Pero hoy estaba en El yunque, a unas horas de aquí, todavía trabajando arduamente. En dado caso podía quedarme en el techo sin problemas, pero el ruido de los graznidos de las coquechas era a grandes rasgos ensordecedor.

Siempre me pregunté como hacía aquel antepasado nuestro que vino aquí desde Europa para controlar estas bestias emplumadas y jorobadas. A él le debíamos nuestra herencia de estos animales, ya que se hizo una granja de coquechas cuando se estancó aquí y de la que mi padre solo conserva esos ocho ejemplares en el patio, descendientes de los originales. El antepasado Yoaryson los vendía a buen precio por sus plumas moteadas y sus huevos de cáscara dura que tienen la gracia de durar más que los de gallina sin estropearse.

Pero yo estoy segura de que, si hubiese intentado sacar electricidad de los decibelios que salían de sus picos al gritar todos a la vez, seríamos ricos y probablemente no sufriríamos por los apagones en el país corrupto en el que vivimos.

Mirando hacia abajo los fulminé con mirada de asesina, pero derrotada, tuve que subir más alto en el tejado, en un ángulo donde no me viesen.

-Bestias plumíferas -rumié torciendo la boca de rabia.

Cuando el armagedón de graznidos se acabó, y el último y más agresivo, "Patidifuso", había cerrado el pico por fin, la noche se sumió en un profundo silencio. Suspiré de alivio y me decidí a volver a la lectura, esta vez con la lámpara del móvil apuntado directamente a la página. La columna blanca había quedado atrás.

Un Abismo Entre Catarsis y OniriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora