48: De esta vida

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HAZEL

Cuando emergimos de entre las rocas, el panorama que nos recibió fue escalofriante. Los demonios se habían dispersado entre una multitud de otras criaturas de El Abismo, que se movían inquietas bajo la luz roja y blanco-azulada. La combinación de estos seres y el fulgor que los envolvía creaba una atmósfera infernal que helaba la sangre.

Harner dejó escapar un sonido que era una mezcla entre una exclamación ahogada y un jadeo de puro terror. Su miedo era palpable, tan intenso que parecía eclipsar el mío, extendiéndose como una sombra sofocante alrededor de nosotros.

—¿Dónde podré esconderlo? —pensé en voz alta, sin poder evitar que la desesperación aflorara en mi voz.

—No es sensato ir allá sola con estos monstruos —respondió Harner, su voz temblando de inquietud—. ¿Estás segura de que ella está aquí?

—Por supuesto... Bueno, no lo sé. —confesé, frustrada—. Pero tiene sentido que esté aquí. Todos sus esclavos están reunidos... Ella debe estar cerca.

De pronto, el suelo bajo nuestros pies pareció latir, como si una onda expansiva se originara más adelante, atravesando la masa de criaturas. Los seres que habían formado una especie de muralla se apartaron, rompiendo filas y dispersándose en todas direcciones sin orden ni lógica. Algunos pasaron junto a nosotros sin siquiera mirarnos, tan impredecibles en sus movimientos como lo era todo en ese maldito lugar.

El corazón de El Abismo quedó despejado. Un claro se abrió ante nosotros, un cráter en el centro de ese caos rocoso, como si allí hubiera caído un impacto megalítico. Y allí, en la distancia, a unos trescientos metros, se alzó la figura de Janice.

Pero algo en ella había cambiado. No la había sentido antes, su aura era diferente, más oscura, más fría... Ella misma era distinta.

Miré a Harner, y por su expresión adiviné, sin siquiera necesitar recurrir a la alquimia, que la temperatura de su sangre había descendido varios grados al verla. Su rostro reflejaba incredulidad, miedo y confusión.

—¿Janice? —murmuró, casi sin aliento.

—No. Anania. —lo corregí, con la voz baja pero firme.

Harner me miró, incapaz de comprender lo que significaba ese nombre. Pero no le importó. Antes de que pudiera detenerlo, comenzó a correr hacia ella, hacia la figura que creía ser Janice. La frustración se apoderó de mí, indescriptible y sofocante. ¿Cuántas veces le había dicho que se quedara atrás, que no se precipitara hacia el peligro? Y aun así, aquí estaba, haciendo justo lo que le había advertido que no hiciera. Corría hacia ella, sin pensarlo, sin medir las consecuencias.

No podía dejar que fuera solo.

Grité su nombre y traté de agarrar su ropa para detenerlo, intentando mantenerlo a salvo de lo inevitable. Todo lo que necesitábamos era entregarnos voluntariamente al caos que nos rodeaba.

Apenas había avanzado unos diez metros cuando Harner se detuvo, y yo también. No fue porque algo nos obligara a parar, sino por la pura sorpresa de lo que vimos ante nosotros. Janice estaba allí, con el vestido hecho jirones. Su piel, desde la cintura hacia arriba, quedaba expuesta, apenas cubierta por un sujetador negro, cuyo tirante roto pendía sin vida.

La falda también estaba destrozada, ni siquiera le alcanzaba para cubrir sus muslos a medias. Por suerte, su ropa interior era del mismo tono que el vestido, lo que evitaba que estuviera completamente desnuda.

Fue en ese momento cuando noté algo más. Nunca había visto a Janice sin sus habituales camisetas holgadas de baloncesto o los uniformes escolares. Esa chica no estaba gorda. La revelación cayó sobre mí como un peso abrumador: Janice nunca había sido corpulenta, simplemente escondía su figura bajo ropa desinteresada.

Un Abismo Entre Catarsis y OniriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora