23: Inocencia Y Humildad

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JANICE

-Esto es increíble, Janice -gruñó mientras ascendía- ¿Qué tienes tú con los árboles?

-Ten cuidado con los brotes -le advertí desde arriba- apenas acaban de salir y será mejor que no los dañes.

Yo estaba orgullosa en algún sentido por el mango ácido de Ignacio. Estaba reverdeciendo y saliendo adelante muy lentamente, pero cada día se veían más brotes y nuevas ramas y hojas rojas que eventualmente terminarían siendo verdes. Unas pocas semanas más y, tal vez, Hazel y yo podríamos escondernos tras su frondosidad. Pero por ahora, lo poco que podíamos hacer era seguir cuidando de él.

-¿Es que no puedes mantener los pies en la tierra? -me espetó balanceándose peligrosamente en una rama poco alta mientras lograba alzar una pierna por encima de otra más gruesa.

-Cállate y sube. Pero rápido o te lo perderás. -le apremié.

-He perdido el pergamino de Ignacio -al decir esto, Hazel detuvo su avance- no te detengas, sigue subiendo. Rápido.

-¿Cómo es que lo perdiste? ¿Cómo se pierde algo así?

Iba a refutar, pero la miré a la cara un segundo y a ella se le formó una arruguita en el entrecejo antes de retirar la mirada. Traía los ojos rojos y había surcos de lágrimas en sus mejillas oscuras.

-Creo que fue Otto. -ignoré amablemente sus lágrimas- Había olor a cigarro en el aire cuando desperté anoche. El pergamino y las notas de la novia de Harner no están, tampoco nada de lo que tradujimos con él, ni lo que yo desvelé después.

-Maldita nuestra suerte, y maldito Otto además. ¿Cómo crees que hizo para robártelo sin que lo supieras?

-No lo sé, pero supongo que fue mi culpa, he estado durmiendo aquí mientras mis padres están en ese retiro, pero era con la única intención de estar lejos del alcance de Otto. No pensé que el muy desgraciado me siguiese la pista hasta aquí.

-Fue otra ridiculez tuya -rumió entre dientes- sabes que él venía aquí cada tanto en busca del pergamino. Pudo haberte robado la joya con igual facilidad.

-Creí que había terminado de buscar aquí, por eso pensé que sería una buena jugada, esconderme en el sitio en el que él no volvería a buscar... -me mordí el labio- ya veo que me equivoqué.

-¡Oh, no me digas! ¿Y quién te manda a hacer trastadas por tu cuenta, niña lista? -gruñó, ascendiendo aun dificultosamente. Alcancé su mano cuando ella intentó pescar otra rama para ayudarla a subir- ¡Agh, estás toda sudorosa! -retiró la mano de la mía tan pronto estuvo a mi lado.

-Lo siento, vengo de...

-Ya sé, del estadio. -se limpió la mano en su falda plisada- ¿Lograste alguna canasta siquiera o sigues malgastando el dinero que Maresa te da por lavar sus bragas?

-¿Estás llorando por él? -inmediatamente ella se tensó en su posición y yo volteé a la casa que aparentemente era de Reginald, que seguía sin movimiento- ¿Fue él? Los vi desde lejos venir discutiendo, pero no pensé que fuera algo serio.

-¡¿Y qué si lo fue?! Muéstrame ahora que es lo que me tiene aquí arriba. -se quitó las lágrimas de las mejillas de un empujón, aún sin mirarme. Alzó su mochila y la puso a un lado de la mía, toda su persona indicaba que hubiera preferido estar en cualquier otro sitio, sola, y poder llorar tranquila.

Me llevé el bajo de la camiseta a la frente para secar el sudor, venía exhausta por primera vez en varios días, jugar baloncesto siempre era revitalizante, pero más si lo habías estado postergando. Por eso, cuando logré ese tiempo extra, no dudé en cómo invertirlo. No había logrado más que una canasta, pero eso fue suficiente para sentirme bien, alejar los recuerdos de las pesadillas y el cansancio. Y aun así había decidido dejar de andar sola por ahí, por cualquier cosa que sucediera, por cualquier ataque. Ni siquiera sabíamos quien nos atacaba, solo que sabía como y cuando, y que o nos implantaba imágenes en la cabeza, o las desbloqueaba de alguna forma.

Un Abismo Entre Catarsis y OniriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora