02: Una mirada de pesadilla

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JANICE

Polvo se levantaba ante mi lenta y soporífera caminata por la cuadra que conectaba con un desvío a la calle principal. Desde ahí, mi casa estaba a unos minutos, porque me había desviado para poder pensar con claridad todos los acontecimientos del día. No era adecuado volver a casa con pensamientos turbios, eso creaba preguntas que no deseaba contestar y no quería que mis padres se preocuparan. Ambos estaban hasta el cuello en deudas, mejor no agregar otro peso a sus cargadas espaldas.

El camino se hacía corto siempre que pensaba o meditaba ciertas cosas, como en la semilla de duda que Hazel había plantado en mi cabeza esa misma mañana.

Todavía me molestaba pensar su egoísmo al no decirme qué ocurría en el resto de su sueño. Siempre creí que el plano onírico y la realidad en la que vivimos están solapados y existen juntos a la vez muy estrechamente. Y que uno es tan real y vivido como el otro. ¿En algún plano de la realidad Harner me amaba tanto como yo a él?

La respuesta era sencilla: un rotundo no.

Podía ser que me reconociera y una preciosa sonrisa se creara en su rostro al ver a su esclava en el pasillo del colegio, porque por la cantidad de favores que me pedía bien podría ser yo su criada. Pero, aun así, él es ajeno a todo lo que a mí respecta. Hazel tiene razón en cierto modo, yo no soy ni bonita ni simpática, mucho menos graciosa o elegante para agradar a un joven hombre tan perfecto como él.

Sin olvidarnos de que no soy más que una niña en comparación suya. Pero he luchado. He hecho de todo para ser notada por Harner y creo que lo he conseguido, porque a veces hasta recuerda mi nombre.

Mi paso se vio detenido. Algo no estaba bien. Algo iba a pasar.

No soy vidente, ni nada por el estilo, pero a veces, solo a veces, podía presentir sucesos inesperados, como ahora.

Esperé en el silencio de la calle, pensando en que si algo me ocurría nadie se daría cuenta porque en esa cuadra solo había dos casas habitadas, la de mi derecha, la de mi tío el sin vergüenza que se quedó con la casa de mis padres y la del hermano de una amiga, un abogado. Las demás eran propiedad de gente que se había terminado yendo cuando aquellas caravanas dejaron el país con rumbo al norte.

No había terminado de analizar la capa de polvo en las persianas de la casa del abogado cuando un horrible chillido prolongado me atrapó desprevenida.

El cabello se me erizó y los floridos pensamientos fugaces sobre mi cabeza se disiparon, tal y como si me hubiesen atusado con un alfiler bajo la falda azul media noche de mi uniforme. Me había tomado por sorpresa, terminé tendida en el suelo al tropezar con un estúpido carro de juguete.

Esto fue suficiente para que mis alterados nervios, sumado al dolor de mi espalda y cabeza, pasaran del pánico a la ira inmediatamente.

Alcé la vista hacia el techo de la casa de enfrente, el maldito perro faldero me devolvió la mirada con un lustre burlesco en los ojos y en su mandíbula desencajada por los constantes ladridos que ahora me propinaba.

El sonido, el cual escuché y califiqué como "chillido infernal" al principio, salido quizá de una grieta abierta en el suelo y que probablemente conectaba con el infierno mismo, sólo era Douglas, el perro que mi tío le había dado hace dos años a mis primos, dueños además del estúpido carro de juguete con el que me caí.

Pues ese molesto e irritante chihuahua, perro del infierno, me seguía ladrando sobre el pedestal que era para él ese tejado de la casa. Subía por una escalera cimentada a la pared del patio y con la cual llegaba a escaparse por los techos de las casas contiguas.

Un Abismo Entre Catarsis y OniriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora