Capítulo 4

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Anaya Cooper:

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Anaya Cooper:

Mi mente había sido invadida por un chico sin nombre, hice todo lo que pude para eliminar su recuerdo de mi memoria, sin embargo, nada funcionaba. Tres días después de haberlo visto, y su recuerdo permanecía en alta definición.

Lo mejor de todo era que nuestros caminos no tenían que volver a cruzarse, no había necesidad de volver a ver a un ser tan insignificante. Esa era la esperanza que tenía.

Bajé las escaleras para ir a desayunar con mi padre. La cocina era algo que a Andrew siempre se le daba bien, a veces fallaba, pero eso ocurría cuando pensaba demasiado en mi madre. A mí también me gustaba cocinar, solo que era un desastre total.

Quizá quemaría la casa en un intento de cocinar sola, pero era buena ordenando la mesa.

Entré en la cocina, y solo con mirar alrededor, recordé a mi madre. Ella siempre se paseaba de un lado a otro con su delantal rosado y con una olla, como si cocinar fuera la actividad más sencilla del mundo. Podía encender más de cuatro hornillas, y ninguna de las preparaciones se quemaba. Ella era como una máquina inventada solo para cocinar.

Bueno, no solo para cocinar, porque siempre mantenía la casa impecable, y pobre de aquel que la ensuciara. Incluso mi padre se llevó varios castigos de parte de la señora.

En una ocasión, ella hizo que no viera el juego de baloncesto durante una semana, y yo, como era la única que no estaba castigada, ponía Pucca por dos motivos: 1) para que mi padre se enojara y 2) porque me encantaba Pucca.

Esa casa tenía muchos recuerdos... recuerdos que me gustaría olvidar, pero decidí que el pasado no me detendría.

La vida me enseñó que no podemos estancarnos en el pasado porque eso impedirá que avancemos hacia el futuro. Así que utilizaba todo lo que me sucedió como una especie de motivación, aunque prefería no pensar en varias cosas.

Mi padre estaba recostado en la isla, sujetando el delantal rosado, con el semblante decaído. Iba a retroceder para dejar que se lamentara mientras yo fingía que no sabía nada, pero antes de que pudiera abandonar la cocina, él levantó la cabeza y me vio.

—Ya se despertó mi pequeña oruga —intentó sonar alegre.

—¿Me estás diciendo que soy un gusano? —puse una mueca de desagrado.

—Si lo dices así, suena mal —entrecerró los ojos—. A lo que me refiero es que ahora te ves mal, pero cuando tu transición esté completa, vas a brillar.

—¿Me estás diciendo fea?

—No. Te estoy diciendo amargada. Por lo menos podrías sonreír. Eso me haría sentir satisfecho.

—¿Así? —le mostré la sonrisa más espantosa que pude.

—Prefiero tu cara de amargada, pero sé que algún día me mostrarás una sonrisa genuina como en los viejos tiempos.

Creo que te necesitoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora