Recuerdos felices Phantom_Links: Parte 3

2 0 0
                                    

Año 3,592 de la era galáctica, un planeta llamado Sagan-A666-b al otro lado de la Vía Láctea.

—¡Hijo, ya levántate, necesito que vayas por harina!

Los gritos de una mujer de unos cuarenta y tantos años resonaban por toda su casa y su establecimiento: manejaba una pizzería. Aún era temprano, pasado el medio día, pero tendría problemas si se le acababa en medio de la hora pico.

—¡Ruperco, por el amor de Dios, ya levántate, mira la hora que es!

Ruperco Prestanizzi, de diecinueve años, era un nini sin oficio ni beneficio que se dedicaba a una sola cosa: robarle el corazón a las chicas inocentes.

—¡Ruperco, tu madre te está hablando! —Tocaba la puerta de madera como si no hubiera un mañana—. ¡Sabes que si no estuviera lastimado iría yo, cabrón, ya párate!

Sí, el hombre, que ya tenía algunas canas en su cabellera, estaba en silla de ruedas y una de sus piernas tenía un yeso; al parecer se rompió la pierna en un accidente en la cocina. Si tuviéramos que decir algo sobre ese hombre es que era un cocinero, así que tenía pancita, y parecía un papá, así que era un señor agradable y que no daba miedo aunque estuviera de malas.

Pisadas perezosas se escucharon desde el otro lado. Al poco tiempo se abrió la puerta. Ahí estaba Ruperco, un chico delgado de piel tostada, cabello quebrado, facciones más bien finas y ojos color miel.

—¿Qué coño quieres viejo?

Una vena se saltó en la frente del señor Prestanizzi.

—¡No soy ningún viejo, soy tu padre, inútil! —Se puso de pie incluso con el yeso y lo tomó del cuello de la camisa—. ¡Si te digo que vayas por harina —se recargó en su pierna por un momento y giró todo su cuerpo—, vas por puta harina!

El joven Ruperco fue elevado por los aires como si fuera natural y su cuerpo fue a dar al pasillo de la casa. Cayó con la cara contra el piso, así que se torció el cuello; le dolía como el demonio.

—Ya voy... —sus piernas bajaron al suelo por acción de la gravedad—. Perdón...

Pasados unos veinte minutos, ya saben cómo somos cuando nos piden que hagamos algo. El buen Ruperco ya estaba bañado, bien vestido y perfumado; estaba listo para salir. Su bien vestido era relativo: sandalias, jeans rotos, una camisa blanca abierta hasta el pecho y el cabello atado en una coleta.

—¿Cuántos costales, vieja?

Una cacerola voló desde la cocina y se estrelló en su cara.

—¿¡Cuántas veces tengo que decirte que no me digas así!? —Salió de la cocina, era una mujer ligeramente rechoncha con un delantal verde pasto; tenía las manos en la cadera—. ¡Por el amor de Dios, Ruperco, ya no estás chiquito! ¡No, te portabas mejor cuando tenías ocho años!

—Deja de hablar de la prehistoria —susurró, viendo a otro lado—. ¿Entonces cuántos?

—Cinco —metió su mano en su bolsillo y sacó un billete—. Toma, págale también lo de anoche al señor Flavio.

Se acercó y tomó el dinero. Por un momento sintió un escalofrío inusual en la espalda, pero no había nada por ninguna parte.

—¿Qué pasa, hijo? —Preguntó la madre del chico, con esa mirada que sólo pueden tener las madres—. ¿Otra vez el forfor?

—No... —sus cejas se crisparon y su semblante se ensombreció—. Eso no...

Salió de ahí sin decir más. La luz le lastimó los ojos al principio, son los gajes de pasar en interiores la mayor parte del día.

To aru Majutsu no Kodomo Kyoushi: Imaginary TomeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora