Siete minutos

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Mis pies se detuvieron frente a la puerta del local justo cuando el sol comenzaba a ponerse en el horizonte. Alcé la vista y leí el cartel sobre la entrada: Al's Dive Bar. La curiosidad me llevó a mirar a través de las amplias cristaleras, todavía estaba medio vacío y mi amiga Alex, impuntual como siempre, hacía honor a su fama. Di unos pasos por la acera y me alejé de la puerta de entrada. Sin Alex franqueándome el paso me sentía incapaz de acceder al bar, mucho menos en la noche dedicada a un Speed dating.

Me detuve junto a una parada de bus próxima al local, ni demasiado cerca ni demasiado lejos de la puerta principal. Me avergonzaba estar allí, en parte porque aún no estaba cien por cien cómoda con mi sexualidad, en parte porque me sentía como una perdedora teniendo que recurrir a estas artimañas para encontrar pareja.

Mientras esperaba a Alex, no pude evitar hacer un repaso de todas las decisiones tomadas a lo largo de mi vida que me habían llevado hasta una noche de citas rápidas.

Recapitulando, me vi a mí misma en el comienzo de las decisiones pésimas, que se remontaba a la época del instituto en Midvale. Y es que en un afán por querer encajar, mantuve una relación de dos años con Mike, un chico callado y reservado que cumplía a la perfección el papel de novio encantador y al que mi familia adoraba. Aquello sucedió casi en otra vida, cuando aún quería con todas mis fuerzas ser la hija perfecta. Quería ser normal y hacer lo mismo que hacían todas las chicas de mi edad, salvo lo de quedarse embarazada. Quedarse embarazada antes del matrimonio era casi tan malo como ser homosexual. Me llevó poco tiempo comprender que el cuerpo masculino no levantaba ningún tipo de pasión en mí, al contrario, despertaba un rechazo palpable en mis entrañas. Reconocí la evidencia y acepté que seguir por ese camino solo me traería una vida desgraciada.

Corté aquella relación sin sentido, hice las maletas y escogí la universidad de Metrópolis únicamente porque era la más alejada de mi pueblo natal. Estar fuera del radar familiar me permitió indagar y explorar mis sentimientos; suena a tópico, pero así fue. Lejos de casa, sin temer ser descubierta hice mis primeros pinitos y escarceos con chicas. Libertad para experimentar y ser yo misma. Donde no había encontrado placer al ser tocada por un chico, descubrí un millón de sensaciones al ser acariciada por una mujer. Como si frente a mí se abriera un universo infinito de posibilidades y supe que ya no había vuelta atrás. Yo no era ni heterosexual, ni bisexual, era lesbiana. No cabía duda alguna. Sin embargo, conocerse a una misma y obrar en consecuencia, eran dos cosas muy diferentes. Admitir mi orientación sexual y sentirme cómoda en mi piel era una lucha en la cual todavía me debatía.

Terminada la carrera universitaria tenía muy claro que no regresaría a Midvale. No volvería a sucumbir al yugo familiar ni renegaría de mis sentimientos. Así que volví a hacer las maletas y me mudé a National City, donde encontré un buen trabajo y al que me he dedicado en cuerpo y alma desde entonces. Unos pocos escarceos amorosos intercalados, sin salir del armario, entre jornadas infinitas como redactora de la revista CatCo fueron la rutina en la cual me asenté desde que llegué. Ninguna relación seria, quizás porque tiendo a enamorarme de las mujeres emocionalmente inestables o por mi total incapacidad para el flirteo.

Miré mi propio reflejo en la marquesina de la parada del autobús. Unos ojos azules me devolvieron la mirada. Esa noche había prescindido de mis gafas y me había puesto las lentes de contacto. Encajaba en lo que los estándares sociales afirmaban que era una chica mona. Una larga melena rubia ondulada, ojos azules y unos rasgos angulosos eran mi marca de la casa. No me maquillaba a menudo, pero cuando rara vez lo hacía, como era esta ocasión, podía notar las miradas puestas sobre mí. Y a pesar de eso, siempre me sentí como el patito feo. Aquí estaba, solté un suspiro de resignación, recurriendo a una noche de citas para llenar la única parte de mi ser que por el momento era incapaz de gobernar: mi corazón.

VirahaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora