Medianoche

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La jornada del lunes duró aproximadamente dos años y cinco mil noches. Quizás haya exagerado un poco; fue como dos años y cuatro mil novecientas, noventa y nueve noches aproximadamente. Al menos esa fue la impresión que yo tuve mientras transcurría el tiempo en la oficina. Me sentí como si estuviera viviendo una de mis peores pesadillas. Esa en la que participaba en una carrera en la cual corría con todas mis fuerzas, pero apenas avanzaba centímetro a centímetro, mientras todos los demás me iban dejando atrás rápidos como centellas. Esa era mi perspectiva del avance del tiempo. Si ya de por sí los comienzos de semana tendían a ser cuesta arriba, aquel lunes mientras esperaba que dieran las ocho y me encontrara con Lena para la cena, parecía empinarse en vertical tanto como una cornisa del Himalaya.

Otra jornada poco productiva en la redacción. Sí esto se convertía en una rutina mi puesto de trabajo iba a peligrar seriamente. Estaba con los nervios tan a flor de piel que no podía concentrarme en la tarea que tenía delante, así que opté por dedicarme a las labores de archivo y documentación si no recibía una asignación por parte del jefe. Mi plan consistía en mantener un perfil bajo, llamar poco la atención y capear el día como mejor pudiera.

Mi cabeza había decidido sintonizar un canal dedicado exclusivamente a Lena y lo estaba reproduciendo en replay desde que desperté. No ayudó en nada a relajarme. Al contrario, a medida que iban pasando las horas estaba cada vez más estresada y nerviosa por la cena. ¿De qué hablaría con ella?¿Volvería a ser víctima de mi timidez y no podría articular un diálogo coherente? Cada pensamiento era un nuevo nudo en el lío que se estaba enroscando en mi estómago. No pude desayunar ni comer; era como si la comida simplemente no pudiera pasar de mi boca. La sensación de angustia iba en aumento a medida que se acercaba la hora de la cena.

Al llegar a casa solo tendría que darme una ducha y ponerme la ropa que había escogido la noche anterior. Tuve la lucidez de hacer las pruebas de vestuario nada más volver de mi comité de sabias. Con unas copas de más y las pilas de energía positiva que me insuflaron mis amigas fui menos exigente conmigo misma. Un vestido negro con escote palabra de honor, bien entallado y unos zapatos con un poco de tacón con los que era imposible equivocarse. La última vez que me había puesto ese modelito nos habían invitado a rondas en el bar - a las cuatro chicas de mi grupo - gracias al vestido. Esperaba que Lena supiera apreciarlo. Lena... no habíamos vuelto a chatear después de sus disculpas del sábado. Ella había enviado un mensaje el domingo diciendo que ya había aterrizado en National City y yo le había enviado la dirección del restaurante italiano. Mensajes cortos y sin apenas interacción más allá de lo estrictamente necesario.

Llegué al restaurante quince minutos antes de las ocho. Entré, di mi nombre y el camarero me guio hasta la mesa que había reservado. No era un sitio de los más elegantes ni caros de la ciudad, pero se comía auténtica comida italiana. La cocinera era una mujer siciliana que había emigrado en los años setenta buscando el sueño americano, lo sabía porque la había entrevistado hacía no tanto para una serie de reportajes de emigración que se publicaron en CatCo.

La decoración era sencilla: mesas de madera y sillas a juego, manteles rojos de tela y las paredes de ladrillo caravista. La mesa, habíamos tenido suerte, estaba junto a una ventana. Eso nos daría algo más de privacidad al no tener a otros comensales al lado.

Mientras la esperaba noté cómo aumentaron mis nervios al menos dos puntos más. Una vez sentada, mis movimientos se habían limitado, lo cual hizo que mis manos tomaran el protagonismo y no pudieran estarse quietas. Me estiré el vestido, evitando que se marcara una arruga molesta en la cintura. Coloqué los cubiertos bien alineados, aunque ya lo estaban perfectamente antes de que los tocara. Comprobé con cuidado que no hubiera mechones sueltos en el recogido de mi cabello. Repasé la tela del mantel, secando en ella disimuladamente el sudor que ya afloraba por las palmas de mis manos. Y al final conseguí distraerme un poco mirando por la ventana, las luces del tráfico solían tener un efecto relajante. Exhalé un suspiro y me transporté a mi playa secreta. Yo podía serenarme y disfrutar de la cena. Iba a ser una velada inolvidable. Noté cómo descendieron las pulsaciones y me concentré en mi respiración.

VirahaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora