El primero

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  El frío de la madrugada no había hecho más que incrementar, aun con el cobijo de la fogata a los pies del gran árbol, que bailaba con la tonada dictada por el viento.
Recostado en el grueso tronco, un joven de cabello negro titiritaba, desprovisto de abrigo que pudiera bloquear la frialdad con la que la noche osaba atacarle.

  —Mierda. —Se levantó con brusquedad al escuchar el quebrar de una rama cercana, manteniendo su mirada en la densa oscuridad de las llanuras, e inspeccionando por si una bestia solitaria había salido a cazar—. Que suerte la mía. —Devolvió el cuchillo a la funda, sonriendo con gran placer—. Te tomaste tu tiempo.

Los caballos recién llegados relincharon, mostrando su descontento por el individuo de pie, que exudaba una fea intención de muerte que claramente no podía controlar.

  —Lo prometido. —Arrojó una pequeña bolsa de cuero, que cayó a los pies del joven—. Este es tu caballo. —Señaló el equino a su derecha.

  —Así que el príncipe de mierda nos acompañará —dijo Meriel, con una sonrisita traviesa—, y yo que creía que por fin nos habíamos deshecho de su presencia...

  —Calla, perra —dijo, liberando de su cuerpo una poderosa intención de muerte, que volvió todavía más inquietos a los caballos.

  —¡¿Qué dijiste?! —Sus ojos se tornaron oscuros, desenvolviendo una mueca siniestra que fue acompañada por una ráfaga con la misma intención fúnebre.

  —Basta —dijo Gustavo, cansado para siquiera actuar.

Meriel tronó la boca, sacudiendo el polvo invisible de su capa. Recuperó su calmada expresión, e ignoró al individuo antes perteneciente a la nobleza.

  —Pediste acompañarme, y acepté, pero no voy a tolerar que le faltes el respeto a mis compañeras ¿Lo comprendes? —El joven de cabello negro asintió de mala gana—. Y tú, Meriel, será mejor que también te comportes.

  —Sí, mi señor. Lo siento.

  —Su Excelencia —saludó Amaris en deferencia al recuperarse de la sorpresa.

La energía de muerte brotó con brusquedad, ajeno a su propio control, que sus emociones ejercían sin saberlo.

  —Tranquilízate —aconsejó al ocupar su propia energía para suprimir la del expríncipe, causando que la sensación de vacío se potenciara, como la fatiga ya existente por la lenta recuperación. Tosió un par de veces, exhalando con pesadez.

  —Lo siento —dijo al recuperarse, casi queriendo gritar por lo difícil que le estaba resultando controlar sus emociones negativas—. Señorita Amaris, es mi honor estar en su presencia, y con el corazón le agradezco por las hazañas que realizó a favor del reino, pero —Su entrecejo se endureció—, ya no soy príncipe, ya no pertenezco a la familia real, y ya no soy Herz Lavis Urmic, por lo que, le pediré que se abstenga de dirigirse a mí por ese nombre o título.

La maga guardó silencio por la sorpresa y confusión, sintiendo que el joven de la realeza ya no era el mismo que hace poco había conocido.

  —Entonces ¿Cómo te llamas ahora? —preguntó Meriel en sorna.

  —Primius Hijo de Carnatk —respondió, serio y recio.

  —Ja, ja, ja, ja. Humano, no sé lo que te ha picado, pero de verdad te atreviste a ocupar ese título, ja, ja. Lo admito, tienes agallas.

Primius, antes conocido como Herz enderezó aún más la postura, llevando su mirada al interior del séquito, a un hombre en específico, de piel oscura y sonrisa brillante.

  —¿Quién eres tú? —cuestionó, sin hostilidad, podía jugar al valiente, pero sus instintos ahora mejorados por la energía de muerte le dictaban que ese individuo era peligroso.

  —Su nombre es Ollin —intervino Gustavo, no deseando seguir perdiendo el tiempo—, y es mi compañero. Ahora, ¿ya podemos continuar con nuestro camino?

  —Por supuesto —respondió con una sonrisa. Sujetó la bolsa con sus dientes, preparando el salto adecuado para subir al caballo—. ¿A dónde, mi señor? —dijo al sujetar con maestría las riendas, mientras dirigía una sonrisa a la pelirroja.

  —Al noroeste.

Ordenó al caballo a avanzar, una orden que fue emulada por los cinco presentes.

∆∆∆
Los primeros rayos de sol golpearon la tierra húmeda provocada por la brisa nocturna, en un suelo fertilizado por la sangre y la batalla, acompañado de edificios semidestruidos, abandonados, y manchados de fuego y muerte.

De pie, frente a la gran plaza de la estatua caída, se encontraba una bella mujer de cabello rubio, piel blanquecina, y mirada profunda e intensa, protegida por una armadura de placas, con el oso en posición de ataque como emblema en la altura del pecho. Su espada, desenvainada, goteaba de su hoja lo que parecía ser un líquido rojo y viscoso.

  —Ahora solo quedan ustedes cinco —dijo con un tono serio, con la impaciencia en la expresión por la larga espera— ¿Tengo que volver a preguntar, o ya les he ayudado a recordar?

  —¡Maldita perra loca! —gritó el hombre de la armadura ligera, del labio reventado y hombro herido— ¡En nuestras vidas hemos conocido a un hombre como al que describes! ¿Acaso eres sorda?

El soldado de detrás, el del escorpión tatuado en su antebrazo y casco cerrado levantó el mazo de bola, y sin esperar una orden lo balanceó, aplastando el cráneo del atrevido. La sangre y sesos cubrió a los cercanos, que con dolor e impotencia observaron lo sucedido.

  —Eres una maldita, Iridia —dijo el soldado arrodillado, el de la capa roja y el emblema del hombre vencedor sobre su hombro, mientras con fuerza intentaba deshacerse del agarre de la soga atada en sus muñecas—, escupo a tus padres que se atrevieron a traerte a este mundo. Te escupo a ti, maldita aberración.

El soldado de detrás caminó tres pasos para ponerse a espaldas del hombre de la capa roja, y con un movimiento lento levantó el mazo de bola, preparado para el golpe.

  —Espera, Greydor. —El soldado asintió, bajando el mazo—. Eres patético, atguilense —Se volvió a ver al hombre arrodillado—, te atreves a maldecir a la mujer que vengó las más de mil vidas que el ejército de tu príncipe mató. Si yo soy una aberración ¿Qué eres tú? ¿Qué es tu príncipe? —Una fría y deslumbrante luz azul brilló en sus ojos, congelando a los tres soldados que se habían atrevido a levantar la mirada.

  —Tu gente murió con honor, pero no puedo decir lo mismo de nosotros. —Observó la pila de cadáveres que descansaba a unos pocos pasos de él.

  —Son perros, atguilense, nada más que simples perros. —Su espada se cubrió de un azul intenso, al tiempo que liberaba una fuerte intención asesina, mientras se acercaba a un paso parsimonioso—. Y, me encanta matar perros. —Blandió el arma, haciendo un largo tajo que se llevó las cuatro cabezas de los todavía arrodillados—. Fuiste estúpido al dejarme vivir —Observó el cielo con una sonrisa maniática—, pero te prometo que te encontraré, estés donde estés, y cuando lo haga. Yo no cometeré ese error.

Con una dedicación especial a nombre de: Jorge Luis Peralta.
Un gran abrazo y enorme agradecimiento por tu contribución.




El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora