El regreso del hombre perdido

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  El escenario se teñía con un único color dominante; un vasto lienzo de blancura bajo un cielo igual de inmaculado. Era como si todo detalle se hubiera desvanecido, dejando solo la esencia de un silencio visual que ofrecía una paz no deseada. No buscaba descubrimientos ni aventuras, solo trataba de proseguir hasta que el destino le dijera que ya era suficiente.

Descendieron, casi como si se adentraran en el abrazo frío de un gigante de cristal, por una pendiente que revelaba su inclinación con gran sutileza. El manto níveo, que se extendía alrededor, era tan denso, tan opulento, que parecía que cada copo de nieve había sido colocado allí con la exactitud de un orfebre. Entonces, rompiendo el ensordecedor silencio, un ladrido resquebrajó el aire; fuerte, vibrante, y con mucho significado para un escucha atento.

  —Ahh.

Sintió una presión férrea, un agarre implacable sobre su tobillo. Con un movimiento instintivo, retiró su pierna de la inmaculada capa de nieve donde una trampa oculta aguardaba su paso. Los dientes del artefacto, afilados garfios de madera tallada con meticulosa malicia, habían intentado clavarse con voracidad en su piel, pero no lo había conseguido, la dureza de su epidermis era de orgullo, resultado que su gemido haya sido más un reflejo que de dolor verdadero.

  —Alto. —Alzó la mano.

Timber asintió de forma inteligente.

Extrajo su sable, acompañado por los ladridos de Exilor, que parecía incapaz de tranquilizarse. Con un movimiento fluido de su brazo libre, Gustavo conjuró un bastión ardiente en contra de los proyectiles: un muro de llamas nacientes crepitaban, subiendo como un faro de furia y desafío.

La presencia de los enemigos era una siniestra danza de energías ominosas; sus números, aunque ocultos a la vista, se delataban ante su percepción agudizada. Él sabía —podía sentirlo en su corazón, en la electricidad que recorría su espina dorsal— que una veintena de formas lo rodeaban, cada una cargada con la promesa de aniquilación.

  —Están aquí... Están aquí... —Escuchó los recurrentes susurros, nerviosos, se medio giro, observando con el rabillo de su ojo al sentado jovenzuelo que abrazaba sus rodillas y miraba a la nada con los ojos muertos.

En su condición quebrantada, era evidente que no podía depender de él, menos aún del perro que, con sus orejas gachas y el rabillo entre las patas, parecía emular el miedo del amo.

Inspiró profundo, el sable en mano y la mente clara para el enfrentamiento, no había nada absurdo que le apartara de la realidad, ni sentimientos que pudieran cegar sus movimientos, era un soldado con una misión que cumplir, solo eso.

Esperaba la iniciativa, el ataque, el flanqueo, no importaba, pero él no podía dar el primer paso, no podía permitir que su benefactor fuera herido.

Las voces de muerte resonaron en su cabeza, estaba acostumbrado a ello, aunque notaba que la influencia era externa, no le pertenecía, sonrió como quién observa el absurdo o la locura, querían enloquecerle con un veneno al que era resistente, pero pronto una idea floreció en su mente.

  —¡Deténganse! —gritó, mientras se sujetaba la cabeza con ambas manos y caía sobre sus rodillas.

Continuó gritando, pidiendo misericordia, mientras sentía los cambios en los alrededores. La energía de muerte era densa, invisible, pero, a sus ojos, cegadora como un rayo de luz, la observó acercarse en forma humanoide, blandiendo un arma afilada, y un arco a su espalda, portaba una armadura muy parecida a la de los ber'har, solo que con la putrefacción y las hojas marchitas decorándola.

Se movió, yendo a por el sable antes dejado en la nieve, pero el pronto rostro humano bajo la capucha le impidió asestar un corte fatal, debiendo cambiar la estrategia y golpearle con el puño justo en el plexo solar. Le envío a volar, mientras su mente procesaba la información.

El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora