El hombre que decido ser

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  Ante la calma de la noche sus pensamientos no hicieron más que regresar al cálido pasado, dónde su hermosa Monserrat continuaba respirando el mismo aire que él. Cada noche atravesaba esos sentimientos tan profundos que podían enloquecer una mente sana. Su sonrisa, dulce y elegante, la tenía grabada en su corazón, la imagen de sus bellos ojos mirándole mientras brillaba el astro rey en el cielo le provocaba tranquilidad y calor en su pecho, su tacto suave sobre sus brazos y manos, su aliento al pronunciar su nombre y profesarle amor ante el árbol que les vio crecer, todo era una tortura, que sin duda prefería resistir a olvidar.

Aquella chiquilla de espíritu indómito y corazón impetuoso, que maduró ante los perplejos ojos del mundo hasta florecer en la mujer cuyo amor se convirtió en el único faro de su existencia, se había desvanecido en un abismo del cual solo el fatídico destino tenía la llave. Él, al que la implacable crueldad de la fortuna había condenado a un porvenir de recuerdos y suspiros, ahora vagaba entre los espectros de lo que nunca sería, merodeando el umbral de su felicidad perdida con una constancia tan firme como la voluntad de los antiguos héroes de leyendas olvidadas.

Cerró los ojos, y no pudo evitar que sus pensamientos divagaran hacia la silueta de una mujer bien conocida, una dama de cabello azabache. Con unos ojos inquisitivos que lo desnudaban, pero le hacían sentir seguro y amado. Su expresión calma al leer, su mirada determinada al enfrentarse al peligro, su sonrisa al salir victoriosa ante el difícil problema, era la cosa más perfecta en este mundo, la luz en la oscuridad, la lucidez en la locura, la cura en la enfermedad, era aquello que todos necesitaban y anhelaban en sueños, pero que él no podía tener.

Las nubes grises continuaban sin liberar los astros, no tenía el consuelo de ver brillar las estrellas, y seguir buscando aquella tan especial, de la que alguna vez señaló con su dedo infantil, y prometió a la niña que le acompañaba que esa luz en el cielo les pertenecería.

El firmamento, prisionero de un manto de cenicientas nubes, se obstinaban en liberar la mirada de los astros, negándole el consuelo de observar la nocturna corte de estrellas, y seguir buscando aquella tan especial, que con el índice de infante, había osado señalar, prometiéndole a la niña que con él compartía aquellos momentos teñidos de ilusiones que la luz sería eternamente su estrella, un emblema en el cielo de un lazo imperecedero.

Inhaló profundamente el aire helado, distanciándose un breve trecho del cálido resplandor de la fogata, y eligiendo el frío lecho de nieve para sentarse. Estaba tranquilo para sorpresa de su corazón dividido entre dos mujeres, confundido como nunca, y avergonzado con su progenitora por su baja moral, pero no le extrañaba la calma que podía sentir, mentiría si afirmaba haberse recuperado por su travesía a ciegas por el abismo, no lo había hecho, y no creía hacerlo nunca, tales emociones lo habían cambiado, y aunque ahora se mostraba sobrio, solo eran cenizas de su antiguo yo. Solo esperaba ser la mejor versión de los pedazos recuperados y no volver a caer del precipicio, pero no por ello iba a evitar caminar por el borde, pues era el único camino transitable.

Tenía el sable a su lado, de modo que cualquier sospecha de peligro pudiera enfrentar las amenazas, aunque pareciera que él y sus dos acompañantes eran los únicos habitantes en la oscura noche.

Inhaló profundo, a veces sentir el aire llenar sus pulmones le hacía bien, una sensación más que agradable.

∆∆∆
Al observar el monótono paisaje, las ansias por la batalla disminuían, sin bien encontrar a Wityer continuaba siendo su interés primordial, ser consciente que se encontraba con los suyos lo tranquilizaba lo suficiente para actuar con prudencia. Tenía la certeza de que si seguía el camino transitado, tarde o temprano sus oponentes aparecían ante él, y él esperaba que así fuera, pero, por el momento, también deseaba disfrutar los instantes que la podredumbre le había robado. La incertidumbre de su último aliento rondaba su mente, la lección que le había impartido el lago era clara: por muy fuerte que pareciera en este mundo, no había transcendido la mortalidad.

Timber se había mantenido distanciado del humano, la fuerza y habilidad demostrada le hizo acreedor de respeto y temor subconsciente, en otra vida lo hubiera dejado solo, se habría marchado sin buscar problemas, lamentablemente, ya no tenía la libertad de decidir, las circunstancias se la habían arrebatado, junto con la vida de sus padres, hermanos y todos sus seres amados. El humano era su última oportunidad de encontrar venganza.

No pasó ni un día para que las huestes del villano aparecieran ante él. Su sable fue rápido, sus movimientos brutales y bellos, una danza de muerte que debió pertenecer al enemigo, no obstante, él ocupaba como suya. Rezó por las almas que alguna vez habitaron aquellos cuerpos corrompidos, fue calmo en su ritual, respetuoso.

Timber era incapaz de compartir la ceremonia, el odio hervía en sus venas con una intensidad insana que en cierto punto parecía anormal. La maldición de los soldados no-muertos era para él una herida abierta, una afrenta que no consentía sutura ni perdón. Por más que su entendimiento le susurrara de la compasión evidente en los actos del guerrero, su corazón, envuelto en espinas de rencor, rehusaba permitir que cualquiera osara humanizar al enemigo. Incluso en la muerte, negaba reconocimiento a aquellos que, en vida, le habían hecho tanto daño a su especie.

  —Entiendo que busques la manera de desahogar tu dolor, pero, no quiero verte golpeándolos, o cortándoles sus miembros —dijo con la empatía de quién entiende el camino transitado, pero con un tono lo suficientemente duro para hacerle entender que no toleraría actos impropios.

El Ber'tor se volvió con los ojos inyectados en sangre, temblaba de tanto contener su irá, apretaba los dientes y la saliva escurría de entre sus labios, pero no se había perdido por completo, y entendía que sus actos no eran prudentes, aunque así lo deseara. Se alejó, guardando el cuchillo para despellejar, y al estar lo suficientemente distanciado gritó hasta desgarrar su garganta.

Gustavo se limitó a verle, esperando que la herida fuera nuevamente cubierta por los paños sensibles de la voluntad y el orgullo. Inspiró profundo, y por pura curiosidad regresó la mirada, observando con sus ojos cafés el trayecto transitado, al igual que el lugar donde se encontraban sus compañeros.

∆∆∆
La alborada traía consigo una claridad que el ayer no había conocido, y aunque la bruma aún se cernía voraz sobre el paisaje, llevaba un sutil susurro de adiós en su lento retroceso.

  —Han pasado veinte días —dijo al acercarse.

No hubo respuesta a sus palabras, ni una mirada, ni un solo sonido.

  —También lo extraño —continuó, colocándose al lado de la mujer solemne—, desearía ser más poderosa para poder estar a su lado.

Amaris, la mujer en silencio, giró lentamente el cuello para observarle. Su mirada, fría como el hielo, se posó en su rostro, y sus blancos dientes advirtieron de las palabras próximas a decirse.

  —Es un maldito bastardo —La pelirroja frunció el ceño, dispuesta a defender el honor de su señor, pero la falsa cólera en los ojos de la maga le indicaron lo que en verdad se ocultaba en su corazón, y como mujer entendió por lo que estaba pasando—, un arrogante, que piensa demasiado bien de sí mismo. Aunque fuéramos las mujeres más fuertes de este mundo, jamás nos querría a su lado.

  —Lo hizo para protegernos —dijo, con una voz que se asemejaba más a un susurro, sin mostrar en su rostro que se sentía igual de herida.

  —Tonterías. Si fuera así no se hubiera ido sin decir nada. ¿Acaso no ha entendido del daño que hace? —Apretó los puños, y debió respirar para evitar que nuevas lágrimas salieran de sus ojos.

Meriel se quedó en silencio, no tenía palabras que decir.

Amaris quiso añadir unas cuantas oraciones más en contra de Gustavo, pero no pudo, tal vez por el enojo excesivo, o el vasto amor que le tenía.

En el silencio, ambas mujeres trasladaron su atención al ruido que envolvía los alrededores, sonido de lucha, en donde los protagonistas, un hombre y una mujer compartían un duelo poco amistoso con sus espadas.

  «Espero, y el dios Sol te tenga a salvo, amor mío», pensó, ni con toda la furia que su corazón sentía podía desearle el mal al hombre que le había dibujado una sonrisa a su mundo.




El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora