Estímulo

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  Deslizó los guantes de sus manos con un gesto que emulaba la misma lentitud con la que caen las hojas en otoño, al encontrarse, en medio de la blancura expandida y total de la nieve, una flor de una blancura insondable, un ícono de pureza y desafío solitario en la vastedad. Sus dedos, liberados, buscaban la proximidad de los pétalos, provocando que al roce mutuo liberara un perfume dulce e inédito, cuyo olor no estaba registrado en ninguna de las páginas de su memoria olfativa. Se abstuvo de cualquier gesto brusco, no tenía intenciones de dañarla, solo deseaba ser cómplice de la resistencia de la sobreviviente, que de alguna manera imitaban su estado.

Sus pasos, ni lentos ni rápidos dejaban huella sobre la superficie blanca. El hambre se había vuelto a presentar en su estómago como un inoportuno invitado. La carne seca ya solo era un recuerdo en su bolsa, y en estos momentos la extrañaba, pero no tenía más remedio que aguantar, de resistir otro par de días antes de por fin encontrar alguna presa adecuada, pues, en palabras del muchacho, no estaban demasiado lejos de la zona de caza más próxima.

Los días transcurrieron con una calma asfixiante, aprovechaba los breves instantes de descanso para entrenar su control mágico, y hojear con un poco de melancolía el libro blanco que Spyan le había obsequiado luego de su caída en aquel oscuro lugar. Sus hechizos de elemento Luz eran comprensibles para su mente, pero débiles por alguna razón, incluso sin haberlos lanzado ya sabía del poder que guardaban.

Abrió su libro negro al instante que encontró un hechizo que en el pasado había ignorado, y como lo hizo para desarrollar su único hechizo de elemento Luz: sanar, transcribió el conjunto de palabras en idioma antiguo, tal como aparecía en el libro de Spyan. Su dedo como pluma, y su energía como tinta.

  —Purificar —dijo con un tono apacible, como el canto de una madre a su hijo.

La energía invisible envolvió los alrededores como un manto, y la nieve, aparentemente regente de los alrededores cedió su dominio. Los nubarrones, oscuros y sombríos, se abrieron para dar paso a los débiles rayos solares. El ambiente se impregnaba de una calidez reconfortante, una dulzura en el aire que acariciaba la piel con suavidad, y, aunque no entendía lo sucedido, sabía que había tenido éxito.

Con la sinuosa elegancia de un felino, Timber se alzó, tensando el arco con un gesto tan natural como su propia respiración. Una flecha, veloz y certera, surcó el aire dejando una estela apenas perceptible antes de que su presa se rindiera al abrazo de la tierra congelada. Con un movimiento fluido y seguro, una nueva flecha se posó en la cuerda vibrante; y como el hijo que emula el andar resuelto de su padre, trazó otra trayectoria letal. La tercera siguió su curso, un eco fiel de sus predecesoras.

Gustavo se detuvo, su mirada se aferró al lugar de caza, donde yacían las pequeñas criaturas abatidas por el impío de las flechas. En silencio, rindió homenaje a la habilidad maestra del Ber'tor, cuyo pulso y ojo no conocían el fallo. Sin embargo, sus musitados elogios quedaron suspendidos en el aire cuando una sensación siniestra inundó el lugar. Esa atmosfera pesada descendió como la palma de un gigante, tan tangible que parecía capaz de aplastar sus hombros con su ominosa presencia. Aunque después de un segundo, se resquebrajó como una hoja seca, dejando solo la ilusión de un antiguo poder.

Desenvainó el sable, y advirtió al muchacho, quién ya se encontraba sentado y abrazando sus rodillas con nerviosismo. No podía ver nada, pero les sentía, por lo que analizó los alrededores con su energía de Vida, escrutando con su mirada zonas determinadas, en las que sabía aparecerían, y no se equivocaba, como manchas en la blancura del terreno comenzaron a surgir aquellas siluetas ya conocidas: los caminantes sin vida.

Sus adversarios, una vez ágiles y peligrosos, ahora se movían con pesadez y torpeza desconcertantes. Cada movimiento que intentaban era predecible, y sus defensas se desmoronaban como arena entre los dedos. En el breve instante en que la lucha comenzó, también terminó, dejando atrás un silencio que hablaba más que el clamor de la batalla misma, corto e inesperadamente anticlimático en su conclusión.

El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora