Cercanía

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   Con un andar lento avanzaba por el claro solitario, cuya extensión desafiaba su percepción inicial. Sus ojos, cargados de un profundo pesar, se detenían a contemplar los restos de edificaciones de madera, ahora no más que esqueletos desmoronados, santuarios que alguna vez albergaron plegarias, ahora profanados y desolados, y pequeñas plantas de las que no quería saber su procedencia, pero su comprensión le entregaba una respuesta cruel. 

El sitio por el que deambulaba había sido alguna vez una villa vibrante, un refugio de serenidad para los habitantes del bosque. Ahora, era un cuadro de devastación, despojado de vida, lo único constante era esa horrible energía de muerte que se había impregnado en cada palmo del lugar.

Su convalecencia había sido sorprendentemente veloz. Aun así, una franqueza interna le obligaba a reconocer que no había retornado por completo al pleno estado de salud que una vez poseyó. Podía soportar el viaje que tenía por delante, eso era cierto, pero la herida en su abdomen aún lanzaba dardos de incomodidad con cada movimiento, un constante recordatorio de su vulnerabilidad. Sus pensamientos vagaban errantes, no había venganza en su mente, ni pensamientos de odio por el villano que detrás de escena controlaba los hilos, solo sentía el cansancio e incomodidad por el clima al que no estaba acostumbrado.

En un instante de inesperada claridad, se obligó a revisar minuciosamente el sello del elemento Luz, aquel que mantenía a raya la maldición de la muerte que sobre él pendía. Había albergado el temor de que las malignas influencias de los ber'har no-muertos hubiesen corroído su única salvaguarda. Pero allí estaba el sello, desafiante en su integridad, sin mostrar signo alguno de debilidad o deterioro.

Tras una travesía que se extendió en largos minutos, caminando entre las ruinas silenciosas de lo que una vez fue el lugar de tantas almas libres, llegó por fin al límite de este paisaje. En la línea perimetral, como centinelas en el umbral de un mundo olvidado, se erguían dos imponentes árboles. A pesar de que la corrupción había dejado sus cicatrices en los robustos troncos, aún se vislumbraba el eco de un símbolo antiguo. Era incapaz de descifrar su significado literal o de comprender su propósito en su totalidad, pero una voz silenciosa en el fondo de su ser susurraba acerca de su naturaleza: un sello de protección le decía, dedicado en alabanza a la diosa Vera.

La bruma, similar a un amigo desleal, había abandonado el oscuro trayecto forestal, y, que, con el comienzo del ciclo nocturno, proyectaba una atmósfera aún más tétrica de lo normal.

Se había pasado medio camino purificando los alrededores, drenando considerablemente su propia energía en el proceso. Sin embargo, cada gota de fuerza invertida le parecía un pequeño precio a pagar para rendir homenaje a las almas que habían encontrado su último aliento bajo el sombrío manto del bosque.

Sus extenuados pies no tardaron en elevar un suplicante clamor por un merecido descanso, mientras que su agobiada espalda anhelaba desesperadamente un refugio cómodo en el que recostarse; sin embargo, tal lujo era una quimera en aquel inhóspito lugar. Solo había árboles, y largas y robustas raíces que sobresalían del suelo. Así que, con resignación, aceptó dejarse caer y posar su espalda sobre el grueso tronco cercano. Allí, rodeado por la naturaleza, y pese a la palpable incomodidad que lo envolvía, se entregó al abrazo del sueño, sumergiéndose en un descanso profundo.

Se hallaba erguido, inmerso en la contemplación del delicado matiz anaranjado que el fuego, a lo lejos, arrojaba sobre un rincón del bosque. Su corazón latía con una urgencia de advertencia, sin embargo, una inexplicable atracción lo instaba a avanzar. Al pisar accidentalmente una rama seca, el sonido resultante lo envolvió en una momentánea confusión, pero no lo detuvo. Observó sus manos; había perdido sus guanteletes, pero no le preocupó. El frío viento golpeó su rostro, que también hizo bailar las ramas y hojas de los árboles, que se notaban pobladas de vuelta. Con su vaivén hacían un sonido, una voz que viajaba directamente a su oído y decía: No. Reconocía el tono, pero no recordaba a quien le pertenecía. Se detuvo, escudriñó el área, y por puro instinto revisó su cintura, su sable no estaba, y en un intento por crear llamas descubrió que su habilidad había desaparecido. Volvió su atención hacia la distancia, hacia el lugar de donde provenía la luz, pero finalmente decidió escuchar a su corazón y comenzó a retroceder. Fue entonces cuando el suelo se abrió bajo sus pies y se encontró hundiéndose en la tierra, mientras lianas oscuras, como la noche misma, lo enredaban sin piedad. Ante él, surgió un espectro de oscuridad tan densa que solo sus ojos, dos brasas ardientes en la penumbra, rompían su silueta. Un miedo como nunca antes sentido se apoderó de él, y aunque luchó con desesperación para liberarse de las ataduras, todo esfuerzo resultaba en vano. Pero en cuanto su huesuda y negra extremidad se acercó a su rostro...

Despertó en un sobresalto, inhalando vorazmente el aire pesado de la noche, mientras el sudor helado descendía en cascadas saladas por los contornos de su rostro. Su corazón, atrapado en una danza frenética, galopaba desbocado como un corcel salvaje en la inmensidad de una llanura sin fin. Con manos temblorosas, buscó a tientas su sable, su compañero fiel de incontables batallas, y ahí yacía, sereno y frío, al alcance de su mano desesperada. Reunió una pizca de energía pura, creando llamas que danzaron encima de su palma. Se sintió aliviado de que todo hubiera sido una pesadilla, aunque su corazón le dijera que no lo había sido.

Aún era de madrugada, pero el sueño se había esfumado de su cuerpo, y, aunque todavía continuara presente, no volvería a pegar los parpados dentro del bosque, porque tal vez había logrado destruir al enemigo que se interpuso en su camino, pero no a todos, podría seguir cerca, acechando cada paso que daba, y observando sus fortalezas, así como sus debilidades para atacar en el momento adecuado.

Al inspeccionar la zona, lo único que pudo sentir fue a un par de aves que sobrevolaban encima de las copas desnudas de los árboles, pero que, por la oscuridad no era capaz de observarlas.

Volvió al sendero, mientras trataba de pensar en todo, menos en lo que había soñado. En su juventud había tenido a su madre, que en su cálido abrazo le curaba de las secuelas de los malos sueños, pero, ahora, abandonado en dios sabe dónde, no tenía a nadie a quien recurrir, y maldita sea, se sentía vulnerable, como si la fortaleza de su mente y corazón hubieran sido asaltadas con éxito.

Cada ruido lo alteraba, incluso sabiendo que no había nada en la cercanía. Llevó su mano a la empuñadura del sable, tener la intención de combatir le ayudaba a concentrarse, a calmar sus fuertes emociones.

Con el anuncio del alba la oscuridad fue perdiendo dominio, la luz era tenue, pero lo suficiente para tranquilizar su agitado corazón. Alzó la vista al recordar a los únicos que había detectado, las aves continuaban sobrevolando las copas de los árboles, le estaban siguiendo. Eran negros como la noche, y si se les prestaba atención, cargaban con un aura ominosa. No eran simples pájaros, ahora lo entendía.

Su brazo se cubrió con llamas, y en una potente llamarada expulsó a los vigilantes del cielo, haciendo caer a unos pocos, mientras el resto escapaba a máxima velocidad, todos con dirección al norte. Guía que le sirvió al muchacho para tener un posible indicio de la localización del enemigo.

Se encaminó al norte con premura, dispuesto a correr el riesgo de equivocarse.

Diez días transcurrieron en total calma. Siendo el dolor en sus pies y la fatiga de su cuerpo mal descansado la única constante. La herida en su abdomen se había cerrado por completo, dejando una cicatriz apenas visible. Las aves no habían regresado, y la pista que seguía pintaba para desilusionarlo.

El sol había vuelto, y las noches tenían nuevamente su cosmos, que apreciaba con sus ojos cada que el trayecto se hacía difícil de transitar y debía esperar por la luz de la mañana. La pesadilla no se había vuelto a repetir, pero ya no dormía con la misma tranquilidad, se despertaba cada cierto tiempo para asegurarse que nadie estuviera cerca, y en esas oscuras noches de insomnio su única tarea era practicar su control mágico.

El páramo blanco que lo rodeaba simulaba ser infinito, pero continuaba caminando hacia el norte, culpándose por haberse dejado cegar por la ira y no haber interrogado a uno de los aliados del oscuro, tal vez de esa manera su camino no hubiera estado lleno de bifurcaciones o indecisión.

El cálido manto dorado disminuía su intensidad con el paso calmo del tiempo, el monótono paisaje solo dejaba una sola respuesta a muchas preguntas. Se había equivocado... o eso creyó.


El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora