Porque somos hermanos (3)

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  La energía de muerte imperaba sobre la desolada sobre la vasta planicie en la que yacían los restos desmoronados del antiguo castillo. Era una presencia abrumadora, densa y enigmática, cuyo poder resultaba tan palpable como una tormenta desatada de oscuridad. Su esencia opresiva impregnaba el aire, silenciando la vida y sumiendo el paisaje en un estado de lúgubre quietud.

Dominius, quien hasta un segundo antes se había regodeado por recibir la abrumadora cantidad de energía, sintió un cambio abrupto y desconcertante. Una aura de amenaza surgió de ningún lugar aparente, pero su intensidad era tan colosal que instintivamente deseó retirarse. Intentó retirar la lanza negra del cuerpo del muchacho, pero una fuerza titánica se lo impedió. Su mirada, hasta entonces inundada de placer y confianza, se desvió para observar lo imposible.

El joven poseía unos ojos negros, profundos como el abismo, capaces de absorber toda luz y esperanza. Sus cabellos, oscuros como la noche eterna, revoloteaban con vida propia, desafiando las leyes del viento y la gravedad. Su rostro mostraba una expresión de absoluta solemnidad e indiferencia, como si la existencia misma no tuviera la menor importancia ante su presencia.

Sus manos quebraron la vara de la lanza al ejercer fuerza por lados opuestos, dejando la impresión de su fragilidad, que para el dueño del arma, aquello, no era nada más que una falacia.

Descendió al suelo, erguido como un asta. Su cuerpo exudaba la energía de muerte en gruesas lineas ondulantes, que se vislumbraban al alterar la propia realidad de su dominio. Una larga capa negra apareció, ondeando lentamente detrás de su espalda sin la intervención del aire. Venas negras decoraron su piel descubierta, navegando su cuerpo como ramas ancestrales de un gran árbol.

  —Abominable traidor —dijo con una voz que resonaba como el eco de mil almas condenadas, rugiendo al unísono.

Dominius sintió una presión que no debería existir más, una opresión que su ser había creído haber olvidado, y que, ahora, luego de siglos lo volvía a envolver en un inquebrantable abrazo.

  —Madre... Divino Carnatk —susurró con voz quebradiza, cada sílaba cargada de un temblor reverente y temeroso. Su tono imponente fue perdiendo poder, hasta quedar reducido a jadeos rasposos por la falta de voz.

  —¿Te atreves a llamarme así, infame despojo de huesos? —La voz que no era propiedad de Gustavo retumbó con un poder ancestral, imponente y digno, como si ella fuera la única con la potestad de ejercer tal fuerza.

Levantó su mano, y Dominius fue incapaz de resistir la fuerza inexorable que lo arrastraba hacia el ser ante él. Cada centímetro recorrido era un recordatorio de su insignificancia, su propia esencia evaporándose ante la magnificencia ominosa de Carnatk.

  —Debí matarte entonces, traidor —declaró Carnatk, con una frialdad que helaba hasta el núcleo de la existencia. Cada palabra brotaba de sus labios como un torrente envenenado, cada sílaba impregnada de siglos de resentimiento y decepción.

—Madre, por favor... —Intentó implorar, pero su voz se quebró, fragmentada por la desesperación que lo envolvía.

—Silencio. —La palabra resonó con un poder absoluto, amortiguando cualquier intento de réplica.

Su palma descendió de forma parsimoniosa hasta posarse sobre su abdomen. Una tensión que desgarraba el propio velo de la realidad llenó el aire mientras la energía de la muerte comenzaba a arremolinarse en torno a su extremidad, intensificándose con cada latido. Sin siquiera un murmullo de conjuración o advertencia, aquella fuerza oscura se liberó en un cegador estallido. Un rayo negro, envuelto en sombras y ecos de antiguos poderes ya olvidados, atravesó el imponente cuerpo de Dominius.

El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora