La pena con la que cargo

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  Las palabras de Primius calaron hondo en lo más profundo de su ser, trastornando su ya maltrecho ánimo. Un humor sombrío, oscuro como una noche sin luna, lo consumía sin piedad. Sin embargo, no eran las palabras en sí las que lo habían destrozado, sino la brutal verdad que se escondía detrás de ellas, una verdad que había evitado aceptar, negándola con todas sus fuerzas para no convertirla en realidad.

Se había alejado de todo y todos, buscando refugio en su propia soledad. Necesitaba ese espacio para lamer sus heridas y enfrentar sus demonios internos.

Pero la ira, esa poderosa arma con la que había coqueteado durante tanto tiempo y había logrado ahogar, finalmente explotó dentro de él. La ira ardiente se convirtió en una ráfaga de fuego negruzco que devoró la nieve circundante. Había aguantado demasiado, llevando un peso insoportable sobre sus hombros, y ahora, ese sentimiento volátil se transformaba en un pesar profundo y aplastante.

Cayó arrodillado en el suelo, sus ojos se alzaron hacia el cielo velado por la bruma, buscando respuestas inexistentes, anhelando fuerzas para levantarse de nuevo. Rogando, casi suplicando a quienquiera que estuviera escuchando, implorando por una mano amiga. Y allí, en medio de su desamparo, las lágrimas surcaron sus mejillas.

  —Estoy harto. —Se arrancó la vaina que se ceñía en su cintura luego de que sus torpes dedos no pudieran desabrocharla, lanzándola al pasto húmedo.

Sentía que le faltaba el aire, se apretó el pecho, y trató infructuosamente en calmarse.

  —Maldita sea.

Se quitó la túnica, luego la camisa, las botas, y por último los pantalones, quedándose únicamente con el taparrabos que cubría su intimidad.

Comenzó a sollozar, sus extremidades temblaban, más no de frío. Y su mente intentó refugiarse en los momentos buenos, pero no encontró ninguno. Se dejó caer en el frío pasto, no podía soportarlo más, las palabras de Primius habían sido su ruptura mental, su límite a tan desgraciado destino.

  —Que esto acabe —susurró.

Las lágrimas no dejaron de brotar de sus ojos, sintiendo como congelaban sus mejillas.

El susurro del viento fue el único acompañante del joven recostado en el verde pasto, quien, al perder la habilidad de llorar se sumergió en una profunda contemplación. Nunca se había sentido tan mal, ni a los ojos de la muerte sus emociones le habían humillado de tal manera.

Tal vez fue su estado de ánimo, y las decisiones tomadas, pues, los rostros de su padre y su tío Gustavo aparecieron en su mente. ¿Qué pensarían de él? Sonrió con ligereza por la tonta pregunta, pues no era una incógnita, lo sabía, pero no quería pensar en ello, no estaba preparado para esa observación.

Estaba experimentando una buena sensación en su victimismo, se sentía cómodo en su depresión y soledad, aun cuando la sensación de urgencia y responsabilidad se hacía más fuerte en su corazón.

Regulaba su temperatura con el calor de su magia, por lo que el inclemente clima fue irrelevante, no obstante, su desnudez le hizo consciente de la situación en la que se encontraba, era un hombre prometido que por respeto a su amada se debía mostrar virtuoso, pero fue esa misma lucidez que le hizo conocedor del intruso, o intrusos para ser más exactos.

Se levantó en un movimiento, las paredes de nieve y los árboles dispersos conferían un buen escondite, que, ante otro adversario podrían haber funcionado.

  —¡Muéstrate! —gritó.

Sus brazos se inundaron en llamas, no quería combatir, no deseaba nada más que dejarse caer nuevamente en el frío pasto, pero parecía que estos individuos, quienesquiera que fuesen se interponían en su deseo. 

  —¡Muéstrate! —repitió, cada vez más enojado.

Alejó su extremidad de su cuerpo, y con la calma perdida evocó una ráfaga ígnea oscurecida. La cual limpió el terreno hasta impactar con el árbol objetivo. No hubo respuesta, y la molestia incremento.

  —Orejas cortas impuro —dijo una voz cantarina, y aunque el sonido era bello, la intención que cargaban las palabras era lo opuesto.

Se volvió a la voz proveniente a sus espaldas. Se trataban de dos damas, de pie sobre las paredes de nieve, algo que sorprendió a Gustavo. Ambas tenían el cabello negro, lacio y largo, atado en una coleta cómoda. Arqueras al parecer, o eso suponía por el carcaj y los grandes arcos descansando en sus espaldas. Eran bellas, más allá de lo que las palabras podían describir, pero sus expresiones se encontraban apagadas, como si la propia existencia fuera un tormento.

Sus ojos profundos, invadidos por el sufrimiento de mil vidas, provocó que las damas replanteasen su estrategia. Sus manos como el viento les hizo sujetar los arcos, con las flechas ya preparadas para el disparo.

  —Villano inmundo —gritó una de ellas.

Los proyectiles fueron lanzados, y Gustavo fue forzado a esquivar con dificultad. Inspiró profundo, tratando de no cometer un error contra las salvajes damas.

  —Alto —gritó, percatándose de que las siguientes flechas estaban listas para ser lanzadas—, no me traten como enemigo, o tendré que defenderme. Y no lo deseo —dijo con calma, pero con la seriedad dibujada en su semblante.

Las damas se vieron influenciadas por sus palabras, aunque solo por un breve instante, pues el odio que sentían por todos los seres que compartían la marca de la muerte era inmensurable.

Gustavo volvió a esquivar, teniendo el agudo reflejo con su taparrabos, que estaba por desabrocharse. Lo colocó de vuelta en su lugar, recuperando la compostura.

  —¡No soy su enemigo, maldición!

Detuvieron el ataque ya preparado, y aunque la curiosidad comenzó a inundarlas, no deseaban equivocarse, no contra uno de los aliados de esa cosa que había devastado la villa donde habían residido toda su vida, por lo que volvieron a atacar, y no se contuvieron.

Gustavo comprendió que no podía razonar con ellas, y tampoco tenía la paciencia para seguir intentando.

  —Trueno.

Conjuró, y el impacto del fugaz fue poderoso, creando un cráter justo a unos pasos de las dos damas, quienes, al no estar ni física, ni mentalmente preparadas para un ataque semejante fueron expulsadas en direcciones parecidas, más no iguales.

Se arregló, protegiendo cada zona de su cuerpo del duro frío con sus sofisticadas prendas de ropa, no tenía caso seguir gastando su energía pura. Se ajustó el cinturón de la vaina, y al acomodar sus cabellos observó la alta pared de nieve, que lo separaba del sendero donde suponía habían caído las damas.

  —No están muertas —dijo a la nada, como si tratase de excusarse—. Ve por ellas si así lo deseas, pero será tu responsabilidad si vuelven atacarme.

Comenzó a caminar de vuelta al lugar del refugio, su rostro se notaba más calmado, al igual que su corazón, no obstante, más que ser una buena noticia, representaba lo contrario, el vacío se había hecho más profundo, a pasos de la insensibilidad total.

Observó a Primius, y Primius le miró, no hubo comunicación verbal, solo la simple mirada lo dijo todo, y el que se hacía llamar sirviente por propia voluntad expresó su arrepentimiento. Gustavo asintió, y con la misma continuó caminando.







El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora