El sonriente

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  Mantuvo una expresión estoica ante la acusación, pero su mente rápidamente proceso la intriga, teniendo dudas sobre la verdadera razón por la que el soberano de un reino al que acababa de salvar comenzaba una persecución en su contra.

  —Nuestros agentes nos han informado que va en compañía de tres sirvientes: dos mujeres y un hombre. —Se quedó mirando por un breve instante al joven frente al pilar, que le mantuvo la mirada, pero su interés se perdió tan pronto como apareció—. Si se sabe de su paradero, tienen la obligación de informarlo a un servidor del trono. —Guardó el pergamino, solo para desenvolver uno similar al anterior, solo que con una diferencia en su contenido—. Recuerden la cara de ese bastardo.

Gustavo frunció el ceño al ver tan horrible dibujo, si bien no era un conocedor del buen arte como lo era la pintura, al menos en su tiempo en México había visto obras más decentes en la hacienda del padre de Monserrat que la que ahora le presentaban, y teniendo como cuestión que eso trataba de representarlo a él, volvía más desagradable la situación. Solo eran rayones sin sentido formando un rostro, ni siquiera uno reconocible.

  —Lo he visto.

Se volteó de inmediato al ver al somnoliento hombre sentado a su derecha, que parecía estar enredado en un profundo sueño despierto. El soldado de mirada severa guardó silencio al escuchar tal afirmación, siendo forzado a verle, para luego apremiarle a hablar con un ademán de mano.

  —Sí, lo vi antes de la lluvia, vestía de negro y en sus ojos se podía ver la maldad ¡Por los dioses! —Tocó su pecho en ceremonia, el miedo en sus ojos era real, al menos eso intuía Gustavo al ver qué le miraba—. Una bestia, una criatura del abismo es lo que es. No me atreví a interponerme en su camino, pues llevaba consigo la muerte... Soy un cobarde ¡Un cobarde! Desgracia de los hombres y los puros...

  —¿Qué dirección tomó? —interrumpió uno de los soldados con una sonrisa ansiosa, deseoso por dar caza al hombre y obtener así la recompensa.

  —¿Lo acompañaban sus sirvientes? —intervino el superior, dudando un poco sobre la veracidad del relato.

  —Solo uno —Su voz se quebró, y por alguna extraña razón la gelidez que solo pertenecía a la madrugada rozó las espaldas de todos—, pero no estaba ni vivo ni muerto...

Gustavo siguió observando al borracho, preparado para el momento en que decidiera apuntarle con su dedo.

  —¿Ni vivo ni muerto? —repitió, pero al verle eructar, su entrecejo se endureció tanto que daba la apariencia que entre sus pliegues podía partir fácilmente una roca—. ¡Vete al abismo, maldito gordo! ¿Qué mierda significa que no estaba ni vivo ni muerto?

  —Fue lo que vi —dijo, recobrando el control de sus emociones. Sujetó el tarro de madera, acabándose su contenido—, usted, señor, decide si creerme o no. —Se colocó de pie, tambaleante.

  —Bien, borracho, digamos que te creo... entonces, dinos ¿Qué rumbo escogió?

  —Al norte, muy al norte, ahí lo encontrarás —dijo, solemne—... El peligro aguarda, la muerte espía, duden, duden, solo así llegarán al final —musitó, aunque en un tono no demasiado bajo.

  —¿Al norte? ¿Qué hay en esa dirección que le pueda interesar? —Se cuestionó con duda, ignorando los siguientes desvaríos del borracho y panzón individuo.

  —La ciudad de Lour, señor —dijo el soldado de expresión ansiosa—, tal vez esté planeando encontrarse con los enemigos.

El superior de la cuadrilla observó a la nada, en conflicto con sus propias ideas.

  —Jura ante los Grandes que lo has visto —apremió.

  —¿Jurar? —Hipó, tragándose el vómito que se había estacionado en su garganta—. Claro, claro. —Posó su mano derecha sobre su pecho, y con una mirada tambaleante observó a los soldados de túnica negra—. Lo juro.

El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora