Enigma

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  Tras la pausa que siguió a su presentación, el muchacho retornó a su asiento junto al resguardo del fuego, murmurando en lo que parecía ser una conversación consigo mismo. Le lanzaba miradas cada tanto, mientras él se las regresaba con una expresión calma. Estaba desconcertado con lo sucedido, y con la noticia de que casi perdió la vida. Le parecía increíble que en un páramo inerte apareciera alguien y lo salvara.

Sus ojos se quedaron fijos en el muchacho, las incógnitas solo incrementaban, y su mente sufría por el resultado de lo incomprensible.

  —¿Eres real? —preguntó mientras un esbozo de sonrisa trepaba por sus labios, una sonrisa que intentaba apaciguar el nerviosismo que comenzaba a florecer en su interior, a causa de un mal del que pensaba ya estar curado. Sus cabellos brillaban al contacto de la luz cálida del fuego, y sus dos orbes que miraban el mundo analizaban cada detalle del muchacho.

  —Lo soy —asintió, con la certeza en su rostro—. ¿Y tú?

  —Igual —dijo, pero la respuesta del muchacho no le convenció—. ¿Puedo hacerte una pregunta?

  —Lo estás haciendo, ¿no?

La mueca en el rostro de Gustavo se pronunció, podría calmar sus nervios, pero no sus pensamientos que comenzaban a divagar en las líneas de lo inexplicable, para buscar razón de la locura que parecía no querer abandonarlo.

  —Lo sé, me refería, a si estabas dispuesto a qué te hiciera unas preguntas.

  —Eran una, ahora son muchas. Hablas extraño.

  —Me lo han dicho ¿Estás dispuesto?

  —¿A qué?

  —A responderme. —Agradecía a su madre por enseñarle la paciencia, porque en esta extraña situación era su más valiosa arma para tratar con el muchacho, del que todavía tenía la incógnita sobre su verdadera naturaleza.

  —Sí.

  —¿Cuánto tiempo ha pasado desde que me rescataste?

  —La mitad de un día —dijo con convicción.

  —¿Sabes sobre el ejército que azota estas tierras?

El muchacho agachó la mirada, las palabras que antes habían fluido de su boca con facilidad, ahora se encontraban extintas. Gustavo pudo apreciar el conflicto en su mirada, y no sabía porque, pero no le inspiraba confianza su expresión. Asintió luego de unos segundos.

  —No quiero hablar sobre eso.

  —Por supuesto. —No iba a presionarlo, aún no—. ¿Tienes comida? —Intentó cambiar el tema, aunque no sin buscar beneficio.

Sus tripas rugieron, tal vez por el simple hecho de escuchar la palabra: comida. El nuevo mundo le había hecho un mal, pues poco a poco se había acostumbrado a comer al menos dos veces al día.

  —Sí —respondió, y la sonrisa volvió a su rostro—, aunque no demasiada, pero puedo compartir. Los Ber'tor ayudan al viajero hambriento.

  —Gracias —asintió con una sonrisa por la buena noticia, que pronto descubrió de posible falsedad, no a razón de la afirmación, sino de sus palabras, que se asemejaban demasiado a las dichas en más de una ocasión por su abuelita materna, y sufrió ante el escenario de estar atrapado con un álter ego mutilado.

  —No te levantes, tu piel todavía no ha absorbido por completo el ungüento que te aplique. —Gustavo se detuvo en el acto, estaba atado de manos, si bien desconfiaba, todavía existía la probabilidad de que todo fuera verdad—. Si los chupaesencias dejaron veneno, eso lo eliminará... No te muevas, deja que prepare algo especial.

El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora