En memoria de los caídos

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  El ruido de los alrededores se había hecho presente en su sueño, y la ilusión que causaba ya no era tan realista, por lo que abrió los ojos, sorprendida de que todo lo vivido no fuera más que una fantasía de su mente cansada.

  —¿Gustavo? —dijo sin pensar. Se limpió la saliva de los labios y se levantó de su extraña almohada.

  —Hola, dama Amaris —respondió el joven con su habitual tono calmado.

La maga dejó de limpiarse la boca, entrecerró los ojos y se acercó todo lo que pudo al rostro moreno de Gustavo. La oscuridad era densa, y, aunque reconoció su voz, no podía confiarse.

  —No fue mi intención preocuparla —sonrió con falsedad, dejando salir un profundo suspiro. Hizo por levantarse, pero el repentino abrazo de la mujer le dificultó la tarea.

  —Pensé que la locura te había arrebatado de este plano.

Gustavo permitió y secundo el abrazo, era lo menos que podía hacerle para agradecer su atención en los últimos días viviendo en el infierno.

  —¿Mi señor?

  —Hola, Meriel —asintió a la nueva sombra que él pudo apreciar con claridad.

Amaris deshizo el fuerte abrazo, volviéndose a un lado con el entrecejo fruncido y una mueca de disgusto por la recién llegada.

  —¿En verdad es usted? —sonrió con emoción, pero en su intento por lanzarse a los brazos de su señor sintió una mano que la inmovilizó en su sitio.

  —Esa es una buena pregunta —dijo Ollin—. ¿Eres el humano Gus, o un siervo de Carnatk?

Gustavo guardó silencio, tanto como pudo, pero su decisión causó incomodidad y miedo en los presentes, quienes sin darse cuenta estaban creando en sus mentes el peor escenario.

  —Sí, soy yo. Gustavo Montes —dijo, aunque no se notaba mucha confianza en el tono—, o eso creo. —Dibujó en el aire un rápido símbolo, que al concederle una ínfima porción de energía pura brilló hasta convertirse en una pequeña y blanca águila luminosa, que le concedió claridad a cuatro séptimos del salón—. La sala estaba un poco oscura. —El águila voló al techo, donde se quedó flotando, sin aletear.

Ollin entró en conflicto al ver lo creado con el símbolo "Dersi", pero no por lo relacionado con su complejidad, no, sino a algo más intrigante. Era su esencia lo que provocaba su indescriptible expresión, no concebía que un humano en las garras de Carnatk pudiera hacer algo semejante, era inverosímil, nunca visto, o al menos nunca escrito.

Meriel dio el paso decisivo y su señor no le detuvo en su intención, apreciaba el calor de sus cercanos, aunque no sintiera una real alegría.

Amaris cubrió sus pómulos con un polvo sacado de alguna parte, resaltando su belleza y sus ojos. Se limpió con un paño sus labios y cuello, e involuntariamente se olió, notando la peste no apropiada de una dama, pero, ignorando que todos los presentes olían incluso peor.

Primius y Xinia se acercaron, prefiriendo callar al no encontrar palabras adecuadas.

  —Es lo que piensas —dijo Ollin al ver dónde apuntaba su mirada. Había algo nuevo en sus ojos, un entendimiento que antes no poseía, y no quería engañarle, pues comprendió que él ya lo sabía.

  —Vivirá —dijo Gustavo con un tono calmo, normalizando su respiración—. Ordenen sus cosas y exploremos este maldito lugar.

Los hombres y mujeres recogieron lo tirado, dejando lo innecesario. Habían cubierto sus cuerpos con sus mejores armaduras, nunca habían bajado la guardia en estos últimos cinco días, estaban cansados mentalmente, pero al tener una vez más a Gustavo de su parte, de forma inconsciente se sintieron protegidos, a salvo.

  —Había escuchado sobre esas puertas —dijo Ollin al verle observar en esa dirección—, de apariencia son similares a las vistas en el bosque de las Mil Razas, pero, en su funcionalidad distinta. Mi conocimiento es insuficiente para conocer los secretos que guardan, así que dinos, ¿qué es lo que viste?

Gustavo exhaló, lo vivido detrás de esa puerta lo tenía como un recuerdo perteneciente a otra vida, teniendo solo fragmentos de lo que en realidad sucedió.

  —No lo sé —dijo con honestidad—, pero no hay nada detrás de esa puerta que necesitemos. De eso estoy seguro.

Ollin afirmó con calma, confirmando la sospecha que tenía sobre lo sucedido hace cinco días, ergo, ahora solo deseaba conocer la verdad detrás de su cambio, entendiendo que debía hacerse paso a paso para no levantarle la guardia si se trataba de una suplantación de cuerpo.

  —De acuerdo. Camina, nosotros te seguimos.

Gustavo asintió, ignorante a los planes ocultos.

El águila de luz avanzó a la velocidad de su conjurador, sin verse afectada por las telarañas y demás obstrucciones en el techo.

La primera puerta en ser abierta los llevó a una sala pequeña, de innumerables camas de sábanas blancas y esqueletos reposando sobre ellas.

Gustavo se detuvo, y Amaris apreció la frialdad en sus ojos, que como un guerrero después de la guerra observaba el campo de batalla.

  —Asesinados —dijo, oliendo el remanente de las almas de todos aquellos que alguna vez estuvieron presentes—, pobres —Se santiguó por costumbre, volviéndose a la salida—. Aquí no hay nada que nos sirva.

  —Si recorremos este lugar así —intervino Ollin—, aunque lo que estemos buscando esté, no lo encontraremos.

  —Tiene razón —convino, continuando con su trayecto—, pero mis instintos me dicen que aquí no está lo que busco, por lo que, continuaré buscando en otra parte.

Cruzó el umbral con calma, pero el ave no voló, se detuvo por encima de Meriel, y concedió su luz para todos los presentes.

Nadie lo siguió, no por falta de voluntad, más bien era por la sorpresiva incredulidad. Fue una persona calma y desinteresada en su explicación, pero con cada palabra dicha reflejaba la muerte misma.

  —No creo que sepa lo que le está sucediendo —dijo Amaris, tentada a correr a su lado.

  —Eso lo hace más peligroso —secundó Ollin.

Gustavo se alejó, y al abrir la segunda puerta más cercana notó a las siluetas de sus compañeros salir de la otra habitación. No los esperó, no lo creyó necesario.

El lugar en el interior era un cuarto ancho, completamente oscuro. Formó un sello rápido, creando una nueva águila, un poco más pequeña que la anterior, pero igualmente poderosa en su labor de iluminar. Su mirada apática se posó en el objeto que más destacaba del cuarto: en una escultura humana en pose dominante, cubierta con un manto oscuro y un aura opresiva. Supo de inmediato de quién se trataba, no necesitaba indagar o pensar, lo sabía, aun cuando la representación estaba mal. Era Carnatk, el dios de la Muerte, de la calamidad y gobernante del abismo. Avanzó, deteniéndose a unos pasos de la montaña de cráneos pequeños que acompañaban a la escultura.

  —Te maldigo —dijo.

Sus ojos se cubrieron de negro y sus pupilas de rojo, y sin levantar un solo dedo la escultura explotó en mil pedazos.

  —Cobarde.

Tranquilizó su respiración, la calma envolvió a su ser, provocando que la normalidad volviera a sus ojos.



El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora