A través del ojo humano

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  Gustavo asintió con cortesía a los soldados que con inquisición miraban a su grupo, preparándose mentalmente para el peor escenario, pero siempre dispuesto a tomar el sendero del diálogo, en lugar de el de los puños, acto muy opuesto al que tuvo que hacer frente hace unos pocos segundos.

  —No son estúpidos —dijo Ollin sin cambio en su expresión—, están conscientes de tu fuerza, y entienden que en una pelea frontal tienes la ventaja.

Meriel asintió, gustosa de escuchar el halago del alto hombre.

  —Aunque eso no significa que no te darán problemas más adelante —continuó, pero sin preocuparse realmente por la amenaza que los hombres planteaban.

  —Ojalá lo hagan —dijo Primius con una sonrisa aviesa, que no fue notada por la abultada capucha.

Las nubes grises que hasta entonces habían mostrado misericordia maldijeron con gruñidos pesados, liberando de sus abundantes cuerpos la llovizna presagiada, que amenazaba con convertirse en el supremo aguacero.

  —Podemos protegernos en ese establo —señaló Amaris, sintiendo un repentino escalofrío a causa de la fuerte ráfaga de aire que golpeó la zona.

  —Hay una posada aquí cerca —dijo Primius al recordar—, grande y cómoda.

  —Pues muestra el camino, Primius —apremió Gustavo, al tiempo que protegía de la lluvia a Wityer—, antes que la tormenta empeore.

El sombrío expríncipe asintió, tomando la delantera en la cáfila.

  —Algo caliente y cómodo, es lo único que pido —musitó Amaris, sintiendo la necesidad de tumbarse en algo suave, para descansar la espalda que le gritaba de dolor.

El grupo logró vislumbrar al alto edificio de dos pisos a unos cien pasos, de lo que parecía estar construido de piedra y madera, y aunque no era el único presente, si era el más singular.

  —Maldita sea. —Tronó la boca, pero se exigió a mantener la calma.

No eran los soldados apostados por ambos flancos de la entrada de la posada lo que le disgustaba, ni el campamento provisional de lo que parecían ser una centena de hombres a cubierto por tiendas de pieles, no, era la bandera de la casa de los Ronsi, el maldito emblema que ondeaba con entusiasmo cada que el viento golpeaba la gruesa tela roja colocada en el centro del campamento.

  —Tal vez lo mejor será encontrar otro lugar —dijo Amaris, con la decepción plasmada en sus ojos.

Meriel y Xinia asintieron, coincidiendo con la sabiduría de la maga.

  —Puedo controlarme —dijo Primius con un tono grave, y con los dientes apretados, sus manos tenían un ligero temblor, que calmó al percibirlo.

  —No, no puedes. —Le miró la pelirroja con seriedad, causando que el joven expríncipe bajara la cabeza con amargura.

  «Puedo controlarme, puedo hacerlo», pensó el expríncipe, pero cuando fue interceptado por la mirada de su nuevo señor, la voluntad para replicar desapareció.

  —Tiene razón la señorita Amaris, será mejor hospedarse en un lugar alternativo. —Barrió la zona, encontrándose con un tugurio de madera y paja, con un bello durmiente a dos pasos de sus puertas, que mantenía sus nalgas al aire libre.

  —El del problema es Primius —dijo Meriel sin tacto, ganándose la atención del expríncipe y la de Gustavo—. Mi señor, por favor, permítame custodiarlo, así usted y los demás no tendrán que dormir en un agujero como ese.

  —No, Meriel, no lo permitiré —negó al instante—, pero tienes razón, no es necesario que todos nos abstengamos de hospedarnos en la posada. Por lo que yo seré quien lo cuide.

El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora