La advertencia de un borracho

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  Había una idea clara cuando observaron las piedras apiladas, había quietud cuando miraron el símbolo grabado en una gran roca, pero en cuanto Ollin les desveló el secreto, todos, excepto Gustavo, sintió sus esencias salir de sus cuerpos.

Todo era silencio, y el joven experimentó extrañeza y confusión al ver a sus compañeros de rodillas, sudorosos y pálidos, con una expresión que iba más a allá del terror absoluto. Se giró nuevamente a la entrada oscura, que indicaba que el sendero se dirigía a lo subterráneo, y observó el símbolo. No había nada raro, no impresionaba y no poseía energía que repeler o de la que defenderse.

  —¿Qué les ocurre?

∆∆∆
Las ramas se movían con intensidad, las luces en el cielo pintaban figuras sin forma que desaparecían tan rápido que apenas si podían apreciarse, pero dejando a su paso estruendosos sonidos destructores de tímpanos.

  —¡Sal! —dijo con tono de mando el hombre de pie luego destruir con su intención energética un sello invisible en la tierra—. ¡Sé que estás aquí, asesina!

Las dagas se detuvieron a centímetros de tocar su nuca, cayendo al suelo al perder la inercia.

  —No soy como esos engreídos ancianos. —La energía pura se concentró en su palma—. Tus banales trucos no funcionan en mí.

Una fuente de luz cegadora arrasó por completo una parte de la arboleda, no dejando ni la más pequeña mota de existencia de la flora en el radio de ataque.

Se giró con una rapidez inhumana. Levantó el brazo y cerró el puño, queriendo atrapar el aire, pero lo que atrapó fue algo distinto, se sentía suave y duro a la vez. Su rostro no expresó emoción al ver la cara del culpable, de la única responsable que había causado que su tarea se alargara más.

Ella jadeó y abrió los ojos por la opresión en su cuello. Intentó respirar con normalidad, pero el poco aliento que le proporcionaba a sus pulmones era insuficiente para pensar con claridad. Atacó con la daga negra, pero su brazo fue detenido con tal facilidad que dudó por un momento que había atacado.

  —Acero matamagos —dijo al quitarle la daga de la mano, acercando el arma a sus ojos, pero sin dejar de apretar su cuello con su otra extremidad, aunque no lo suficiente para matarla, o dejarle inconsciente—. Ahora entiendo las heridas —se dijo a sí mismo—. ¿Quién eres, asesina? ¿Y quién te ordenó que atrasaras mi camino?

Le observó desafiante tras el antifaz de su máscara de hueso. Sus venas se habían levantado por el esfuerzo, y sus ojos se habían vuelto rojos.

  —Habla, niña, torturarte solo será una perdida de tiempo para ambos. Prometo matarte rápidamente, dejando tu cadáver intacto para las bestias de este bosque.

Disminuyó el agarre al notar el esfuerzo por pronunciar palabra.

  —No... sé... qui-qui-quién... eres —dijo con dificultad.

  —Y no necesitas saberlo, ahora contesta lo que te he preguntado.

Arrojó el cuchillo al suelo como quien tira la basura.

  —Ya... te lo... dije... no... sé... quién eres.

Frunció el ceño, comprendiendo el significado. Sin embargo, no podía confiar en las palabras de una asesina, pero, y si decía la verdad, entonces, ¿quién había interceptado su viaje? Cerró los ojos, activando su habilidad, pero lo único que pudo observar fue: nada. Absolutamente nada.

  —Mentira —dijo, apretando con fuerza su cuello, y mostrando en sus ojos la rabia y furia contenida.

Yukio le tomó del brazo e hizo lo imposible por liberarse, pero no dio resultado, solo desgastó energía y aliento que aceleraron su pronto deceso.

El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora