Porque somos hermanos (3)

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  —Piedad —articuló con dificultad.
 
  —¿Qué tipo de lengua es esa? —El aire expulsado de su boca recorrió el cuerpo de la fémina como una caricia sepulcral, mientras sus ojos hacían de jueces de un mundo corrupto.

Sus dedos apretaron con una suavidad sádica su garganta.

La ber'har expresó un sonido gutural, ahogado. Se meneaba como una marioneta atada a hilos invisibles, desesperada por salir de las garras del muchacho de ojos negros.

  —Pie...dad...

Negó con la cabeza como quién observa una situación cómica.

  —Ja, ja, ja, te atreviste a declarar que la corrupción nunca tocaría tu creación —Observó el cielo sin cambio en su expresión, pero con la sonrisa en sus ojos—, que no eran capaces de ocupar la energía de muerte. Te equivocaste Vera. Maldita niña estúpida, sacrificaste demasiado, y resultó en vano. —Su mirada volvió a la fémina, quién ni por solo un instante había dejado de intentar escapar—. Deseabas poder, déjame concederte tu deseo.

  —Te atreviste a afirmar que la corrupción jamás llegaría a mancillar tu creación —Observó el cielo imperturbable, aunque en sus ojos danzaba la comicidad de la situación—, que la energía de muerte no encontraría eco en ella. Te equivocaste, Vera. ¡Maldita niña insensata! Sacrificaste tanto y todo fue en vano. —Su mirada se posó de nuevo en la mujer, que no cesaba en su intento de escapar—. Anhelabas poder... Permíteme concederte tu deseo.

Un negro tan denso y oscuro como el vacío mismo cubrió el suelo bajo los pies de la fémina. Vaporosas sombras negras que compartían esencia con aquellas energías intocables del abismo se arremolinaron con parsimonia alrededor de esos pies desnudos de porcelana, apenas tocados por la corrupción de hechizos prohibidos. El aire no tenía autoridad sobre el poder de Carnatk, que en un movimiento casual besó los dedos de la ber'har.

Su boca se entreabrió, mientras los músculos de su rostro se contraían en una mueca de dolor que quiso expulsar en un devastador grito. No obstante, este fue contenido en su garganta, imposibilitado a salir por cinco dedos que apretaban con una fuerza inamovible. Sus ojos, desmesuradamente abiertos, reflejaron el terror que la consumía mientras apretaba con renovada fuerza el antebrazo del joven, buscando con desesperación un atisbo de clemencia. Ya no anhelaba escapar, sino tan solo detener el tormento que la destruía por dentro. Su cuerpo se veía sacudido por espasmos de dolor insoportable, un sufrimiento que jamás hubiera imaginado conocer.

El ojo izquierdo de Gustavo se tornó de un blanco inmaculado, fulgurante, con una luz divina que podía atravesar las sombras más oscuras del mundo.

  —No. —Una voz como un susurró navegó hasta sus oídos, creando un eco que tardo en silenciarse.

Los vapores se desvanecieron, pero el agujero persistió. La entidad llamada Carnatk frunció el ceño.

Gustavo levantó con lentitud la mirada, sus ojos fueron cautivados por el radiante halo de luz que dividía el profundo abismo de derredor. Una mano sobresalía, mientras una dulce voz le llamaba. No reconocía el tono, pero la calidez que le envolvía le ayudó a recuperar ligeramente su compostura. Se levantó, estaba adolorido y sin fuerza, un dolor agonizante anidaba en su pecho.

  —No oses detenerme. —Hizo por imprimir más fuerza en el agarre, pero el brazo de Gustavo no respondió.

  —Él no mata —dijo la dulce voz en un nuevo susurro.

En el interior del muchacho, una feroz batalla se libraba. Las dos energías primordiales, Vida y Muerte colisionaban. Una luchaba por el control, mientras la otra deseaba otorgar libertad. Ambas fuerzas se oponían entre sí, detonando en poderosas fluctuaciones energéticas que creaban fisuras en su núcleo mágico, y desestabilizaban su control energético.

El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora