Las vidas que tocamos «Final»

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  La densa neblina se alzaba como un manto fantasmal, difuminando la silueta de los árboles que se erguían altivos en su batalla contra la ventisca despiadada. El viento, cuál furioso coloso, sacudía con saña las ramas desnudas, entonando una sinfonía de crujidos y gemidos que reverberaba en la quietud del bosque. El frío cortaba como una daga afilada, calándose hasta en los huesos y arrebatando el aliento a quienes osaban desafiar su implacable dominio.

Los golpes de las lianas negras, incesantes, que como látigos sobre una roca desafiaban la voluntad de la barrera. Cada atronador y despiadado sonido sumía en el nerviosismo a los cinco individuos resguardados en la cueva. Se entrecruzaban miradas repletas de significado, de entendimiento profundo sin habla.

Primius, el ex príncipe, sentía que cada embate contra la barrera resonaba en su pecho, como si golpeara directamente su corazón, provocando que el aire se desvaneciera en el instante que alcanzaba sus fosas nasales. Él hacia el esfuerzo por llenar sus pulmones, pero su intranquilidad se lo impedía. Ansioso, y con la frente arrugada en un gesto preocupado, sujetó la empuñadura de su fiel compañera y guardiana, su espada, en un intento desesperado de encontrar un refugio seguro. Pues, su mente, sumida en murmullos y consejos funestos, lo desviaban de la claridad, de lo correcto y obligado, de aquello que debía hacerse. Se levantó.

Xinia, con sus ojos claros y taciturnos, desvió su atención a la silueta del delgaducho joven. Su mano derecha sujetaba con firmeza el hacha de hoja mística. Quizás, entre los cinco, ella era la única que conocía el porvenir, el desenlace que otros solo ignoraban, o no querían ver. Primius le observó al sentir su mirada, sintiendo en un momento, fugaz como un parpadeo, que su silueta se entregaba a la divinidad, a una diosa guerrera, una fortaleza impenetrable que alivió su corazón agitado.

  —Nunca pensé que moriría en un lugar como este —dijo con una sonrisa forzada. Su voz surcó el aire, buscando cobijo en los oídos de la dama—. Tengo miedo, compañera Xinia, no por la muerte en sí misma, sino por lo que viene después. No me creo con la capacidad de volver a verla. Tal vez sea lo mejor...

Xinia suspiró, haciendo una mueca que Primius no supo cómo interpretar.

Los terribles embates a la barrera no perdieron determinación en su esfuerzo por destruirla.

Amaris se volvió al alto individuo, esperanzada por encontrar en sus profundos ojos el rechazo. No obstante, lo que obtuvo fue la afirmación, acompañada de una mueca de disgusto.

  —No servirá de nada aplazar lo inminente. —Dejó escapar un ligero suspiro—. Que Nuestra Madre imbuya a nuestros cuerpos de voluntad, y resistencia. Que si es tiempo de caer, nuestras esencias puedan volver al todo. —Terminó en un susurro, sin la determinación para haberlo expresado en voz alta.

Las palabras llegaron a Meriel como un bálsamo a su cuerpo herido, la voluntad usada en mantener consciente su mente, se desvió a sus piernas para ponerse en pie. Un dolor, agudo y penetrante recorrió su espalda, apretando su piel, y seduciendo a la debilidad para tomar el timón de su cuerpo. Hizo caso omiso, nada le impediría pelear.

  —No —dijo Xinia al posar su mano sobre su hombro.

Amaris dejó escapar el miedo en el aire que liberaba por sus finos labios pálidos. Sus ojos brillaban con la duda y la valentía, con la incertidumbre de sí seguir avanzando o detenerse. Sus dedos delgados apresaron la valiosa madera de su báculo, buscando cualquier atisbo de fortaleza que le ayudara a decidirse. Por un momento, su mente se desvió a un pensamiento seguro, una imagen que le proveyó calor a su corazón, así como tranquilidad: la espalda de su amado. Se sintió protegida, capaz de lograr lo imposible, por lo que desechó sus dudas, mientras la solemnidad decoraba su rostro.

El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora