Cuestión de perspectiva

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  —Cuando desperté me encontraba en un santuario de la diosa Luna —suspiró, un poco más tranquila luego de contar su historia—. No recordaba nada de mi pasado, y la sacerdotisa que me ayudó a sanar no hizo por obligarme a hacerlo, para ella solo era una niña... —Las últimas lágrimas salían de sus ojos—. Pero, cada noche lo revivía, las pesadillas no me dejaban dormir, aunque las memorias de lo ocurrido desaparecieran al instante de despertar... Trataron de enseñarme magia de elemento Luz para ayudar a tranquilizar mi mente, pero al parecer, soy incapaz de realizar hechizos. La sacerdotisa se disculpó por no tener el poder suficiente para sellar por completo mis recuerdos, pero, aunque lo hubiera tenido, no lo habría aceptado. Hasta el día de hoy me continúa dando fuerzas. 

  —Puedo entenderlo —asintió con calma. Xinia se giró para mirarlo, los músculos de su rostro recordaron la alegría de sonreír con dulzura y tranquilidad, sin emociones demasiado profundas—. A mí también me dan fuerzas aquellos seres amados que perdí, amigos, compañeros, familiares. Siempre he creído que una parte de ellos se quedó conmigo, acá —Tocó su pecho—, en mi corazón. Y aquí —Tocó su frente—, en mi memoria.

El viento gélido susurró, haciendo bailar las altas y largas ramas de los árboles.

  —Comprendo que deseas un ídolo de Dios Padre al cual rezarle —dijo. Observó una sombra lejana que atribuyó a la naturaleza—, al cual dirigir tus oraciones, pero en ello no puedo ayudarte, ya que no creo en aquellas cosas.

  —Yo también pensaba que un estúpido brazalete no servía de nada, pero, mírame, he rogado por su ayuda en muchísimas ocasiones, pero me desprecian, aborrecen lo que hice, y lo entiendo, cometí el error de insultarlos.

  —Un dios que se enfada no es un dios —dijo Gustavo, seguro de sus palabras—. Dios es perfecto, nada de lo que hagamos o dejemos de hacer podría afectarlo.

  —No estoy de acuerdo, pues en la antigüedad muchos pueblos sufrieron la ira de los dioses.

Gustavo guardó silencio, incapaz de replicar la afirmación. Xinia se abrigó un poco más con la capa de piel, protegiéndose de la repentina ráfaga.

  —Tal vez tengas razón, pero no pienso que Dios Padre se enfade, o te guarde rencor porque decidiste tirar tu brazalete. Ni tampoco creo que cumpla nuestros caprichos, aunque, a decir verdad, en muchas ocasiones me gustaría que lo hiciera.

  —¿De qué me sirve pagarle tributo a un dios que no me ayudará? —inquirió confundida.

  —Son nuestras acciones las que nos ayudan, y Dios Padre nos confiere sabiduría y fortaleza para lograrlas, pero no nos da atajos en nuestros caminos.

  —Eso quiere decir que si nos ayuda, pero acabas de decir...

  —Me refería a caprichos —interrumpió, ligeramente exasperado, más por su dificultad por saberse expresar que por el entendimiento de su compañera—, a cosas ilusorias, de aquellas que solo dan felicidad instantánea, pero al otro día la emoción desaparece.

Xinia meditó unos segundos su explicación.

  —¿Puede ayudarme a sentirme a salvo, a ya no temer a esa cosa que acecha mis pensamientos?

  —Puede hacerlo —asintió—. No soy un experto —Se colocó frente a ella—, pero todavía recuerdo un poco la forma de rezar que me enseñó mi abuelita. Permite que te enseñe.

Ella asintió complacida, dispuesta a hacer lo que hiciera falta para terminar con su sufrimiento mental.

  —Gracias, señor Gus. —Volvió a sonreír, con honesto agradecimiento.

∆∆∆
El cielo se encontraba despejado, la bruma desaparecida, y el frío disminuido.
Unas cuantas aves, de alas anchas y plumaje negro sobrevolaban en contra del calmo viento, en caídas irregulares al verse forzadas por los proyectiles cercanos. Sus amigas caían en picada, estampándose contra el blanco suelo, otras lograban evadir, alejándose cada vez más del rango del ataque.

  —No las pierdan —ordenó una voz ahogada, rasposa y femenina, aunque de esto último no era una certeza.

  —Sí, Primera —respondió uno de los cinco que la acompañaban.

Las flechas volaban a una velocidad atroz, la mayoría cumplió con su objetivo, pero no todas, y por la expresión de la Primera, eso eran malas noticias.

  —Regresamos —ordenó con severidad, llevando su arco de regreso a su espalda, junto al carcaj que había perdido la mayor parte de su contenido—. Que nada nos siga.

Los cinco individuos a sus espaldas asintieron, guardaron igualmente sus arcos, siguiendo a su líder. Al poco de unos segundos desaparecieron del blanco y diminuto territorio llano.

La Primera ordenó el inmediato detenimiento, sus seguidores acataron.

  —Caballos —dijo, dirigiendo su mirada al origen del ruido—. Jinetes negros.

  —Los espectros no aparecen en días tan claros, Primera —opinó alguien, aunque su voz revelaba que quería confiar en sus palabras, más que predicar la certeza.

Algunos asintieron, otros se limitaron a escuchar lo que estaba por decir su líder.

  —Los malditos pájaros avisaron de nuestra posición. Tal vez se están arriesgando.

Tales palabras impactaron negativamente en la moral de los presentes, pero no hicieron por abandonar a causa del miedo, continuaron de pie, esperando la orden que sabían pronto sería dada.

  —Debemos aprovechar ahora que se han precipitado —dijo al encontrar la razón—. La sacerdotisa afirmó que son enemigos de la luz, y como tales se verán debilitados en días como esté. Vamos.

Ingresaron aún más al denso bosque, disminuyendo la velocidad al encontrarse en el rango del origen del sonido. Saltaron a las ramas de los árboles, preparando sus armas para la emboscada.

  —Recuerden que ya no son nuestros hermanos —dijo, una frase que últimamente había repetido demasiado, y era tan necesario hacerlo como recordar cómo usar el arco.

El grupo asintió con calma, sin un claro espíritu combativo.

  «Diosa Vera, bendice mis flechas para que solo sea una la necesaria. Afila mi sable para no provocar dolor. Y dame fortaleza para soportar lo que está por venir», rezó en su mente.

Sus subalternos se separaron, tomando posición en distintos árboles para comenzar con la emboscada, pero fue rápida la orden de cancelar acción cuando vislumbró la escena ante sus ojos.

Un lobo enorme, de pelaje grisáceo, pero cubierto de heridas casi fatales estaba enfrascado en una batalla contra siete caballos espectro sin jinete.

Su reacción fue la misma que tuvieron todos, por lo que al recibir la orden de ataque, nadie tardó en efectuarla.

Los caballos cayeron uno tras otro ante tan bestial y preciso ataque de flechas, permitiendo al lobo tomar un respiro de tan fiera batalla.

  —Espíritu del bosque —dijo la Primera al llegar ante el animal, dejando caer una rodilla en el suelo con sumo respeto.

Sus subalternos imitaron su acción.

El lobo le miró, sus ojos de bestia lucían una frialdad y sabiduría impresionante, algo que solo podía adquirirse al pasar de las décadas.

  —Déjanos ayudarte, espíritu del bosque —replicó, parecía haber entendido lo nunca dicho con palabras—. Morirás si te abandonamos así... Podemos enfrentarnos a ellos. Lo hemos hecho antes... Por favor. —Bajó la mirada, en conflicto con sus emociones—. Entendemos, gracias, espíritu del bosque.

Ordenó la retirada con renuencia, y parecía que su grupo opinaba lo mismo, no querían abandonar al peludo cuadrúpedo que ellos consideraban sagrado.

  —Debemos llegar antes de que oscurezca. Escucharon al espíritu del bosque, nuestro refugio ya no está a salvo.





El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora