La eternidad de un suspiro

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  Llegaron ante la llanura protegida por la bendición de la diosa Vera, que poseía aquella claridad de una mañana de primavera, e inspiraba la tranquilidad de un lugar calmo.

Se notaba un incremento en las tiendas, pero una considerable disminución en el buen estado de ánimo.

La Primera llamó a una reunión de emergencia tan pronto como apareció, dirigiéndose al lugar donde se llevaría a cabo. Una docena de individuos se acercaron, cada uno con expresiones recias, y sin palabra alguna se sentaron en las diversas rocas blancas que cercaban en una formación circular.

  —Estamos en peligro —expresó sin ceremonia, su voz continuaba destrozada.

  —Deberás explicarte mejor, Primera Ariz —dijo la hembra de hábito blanco, cabello lacio y suelto, con capa de tela verde camaleónica, y un pequeño colgante de hojas y flores alrededor de su cuello.

Ariz asintió, disculpándose por su imprudencia al hablar. Carraspeó, tiempo que ocupó para calmar un poco sus agitados pensamientos.

  —Al emprender el regreso... —Comenzó a relatar lo ocurrido con el espíritu del bosque y los caballos salvajes.

Algunos expresaron su asombro, otros enojo al conocer que el grupo de la Primera no había logrado convencer al espíritu del bosque de acompañarlos a su asentamiento, mientras unos pocos solo suspiraron, ya estaban agotados de esta larga contienda, sintiendo que solo estaban aplazando su destrucción.

  —Si estamos votando por irnos, me niego —dijo el macho de la cicatriz en el mentón, y sin una oreja—. No permitiré que la oscuridad se haga con este lugar.

  —Itcit —dijo la Sacerdotisa con un tono dulce y amable—, eres nuestro Qutqu, la defensa de este refugio. Permite que la sabiduría alimente tus pensamientos antes de declarar una intención semejante.

  —Ya me he enfrentado a ese enemigo en más de una ocasión, y sé que no nos dejará ir —Se colocó en pie—. No detendré a nadie que deseé irse, pero mis guerreros y yo nos quedamos.

La temperatura bajó al lado del árbol de tronco grueso, de hoja ancha y seca. Sitio sagrado, marcado con el símbolo de la única diosa a la que rendían tributo.

Ariz regresó el trozo de hoja enrollada a su pecho, a su lugar de escondite. Suspiró, las palabras ya estaban gastadas de tanto haberlas leído, las sabía de memoria, pensaba que podría pronunciarlas de principio a fin y viceversa sin algún error, sin embargo, todavía necesitaba leerla, pues le confería la sensación de cercanía, de que la promesa escrita podría ser efectuada. Se giró al escuchar el ínfimo ruido de la pisada.

  —Quisiera tener la oportunidad de vislumbrar nuevamente el firmamento —dijo Reva, la hembra de hábito—. De maravillarme con la falsa estática de las estrellas, de desvelar los misterios ocultos en cada astro... No deseo seguir observando una ilusión, ni la densa bruma que asfixia.

Ariz mantuvo la expresión solemne, no había palabras de consuelo que pudiera decir, nunca había adquirido tal habilidad.

  —Conozco al clan It-Ol —continuó con una sonrisa suave—. No lo había comentado, pero conocí a tu madre... —Guardó silencio por un instante al percatarse del brusco cambió de expresión de la Primera—. Tienes su misma mirada, imperturbable y directa. Y al igual que tú, una arquera...

  —No me compares con ella —interrumpió con frialdad. Apretó el puño, y sus ojos penetraron la esencia de la Sacerdotisa.

  —Solo quería hacerte saber que conozco la personalidad de tu clan, distantes y determinados, fieros y leales. Así que no debes preocuparte por no poder decir nada que pueda alimentar mi ilusión. Entiendo lo que vivimos, y Nuestra Señora permita equivocarme, pero el bosque ya no nos pertenece.

El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora