Disfraces que cuesta retirar

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  Sus párpados se cerraron por un instante ante la intensidad lumínica, como si el universo mismo se reconfigurase en un parpadeo. Cuando Gustavo los abrió de nuevo, la espesura del bosque se había desvanecido, dejando en su estela una vastedad de blanco, un horizonte que se diluía en un cielo de inmaculada calma. La figura de Héctor había desaparecido, siendo remplazada por un desconocido ber'har, uno sin rastros de corrupción en su piel, y que por su sonrisa tranquila, podía sentir que no había hostilidad en su corazón. La armadura que alguna vez se tiñó con la oscuridad, ahora tenía el matiz de la naturaleza.

  —Gracias, orejas cortas... disculpa, Ber'tor.

  —¿Quién eres? —preguntó por inercia.

  —Me llamo Carlo It-Zil, antiguo Qutqu de la villa de Bosque Alto. —Aunque sonría, se podía notar la vergüenza y tristeza en su mirada—. Eres un diestro guerrero, mucho mejor de lo que alguna vez fui, y mejor servidor de Nuestra Señora —Su voz se quebró—, pues no cediste a la influencia del villano. —Suspiró, observando a sus espaldas. La luz blanca se tornaba cegadora—. Mi raza está agradecida, gran Ber'tor.

Cerró y abrió los ojos, y cuando lo hizo se encontró de vuelta en el claro del bosque, a sus pies estaba el tallo de un nuevo árbol, y sin saber porque, comprendía que se trataba del habitante del bosque.

Se extrajo el puñal y lo arrojó al suelo.

  —Sanar.

Repitió el hechizo un par veces hasta sentir que la herida en su abdomen había dejado de brotar sangre.

Levantó el sable, y con la resurrección de la sed de batalla dirigió su atención a las damas ciegas, a las que al parecer su hechizo de rayo no había tenido el efecto deseado de mandarlas al otro mundo.

Sin Carlo, la resistencia fue inútil, su sable se hizo con las cabezas de las cinco, y sin su protección mágica, la destrucción de los no-vivos que cercaban el lugar fue relativamente rápido. Pero no hubo satisfacción en su victoria luego de saber que todos ellos eran nada más que esclavos, antiguos guerreros que se habían resistido a la mano del villano, y podría haberlos purificado, pero el tiempo no era su aliado, y tampoco tenía la energía pura para hacerlo.

Inspiró profundo, estaba agotado, tanto mental como físicamente, pero todavía tenía algo más por hacer. Sus pies lo llevaron ante el árbol del que estaba colgado Timber. Le bajó con sumo cuidado, podía apreciar que no estaba bien.

  —Lo lamento...

  —No hables —ordenó Gustavo al arrodillarse y tocar con sus palmas su pecho—. Sanar.

  —Déjame. —Tosió un líquido negro y viscoso—... no lo merezco...

  —Cállate. Sanar.

  —Caminabas... a una trampa... No tuve elección... Soy un cobarde... un traidor... de mi propia raza...

Gustavo calló, tratando de entender de lo que estaba hablando.

  —Hay esperanza... si eres tú... No te dejes engañar... no es un esqueleto...

Cerró ambos ojos, y la poca fuerza de la que gozaba lo abandonó al instante que se escuchó un ruido de fractura. Líquido negro y viscoso comenzó a salir de cada orificio de su cuerpo.

  —Maldita sea.

Se dejó caer hacia atrás sobre sus nalgas, abatido, y se perdió en la escena que había dejado. Se tocó el estómago, con la falta de adrenalina el dolor se tornó molesto.

La sangre seca manchaba su torso y espalda, obligándolo a deshacerse de la camisa dañada. Cambió su indumentaria por una prenda limpia, no sin antes limpiar su piel con cuidado usando un paño húmedo. Se quitó la máscara de tela que ocultaba la mitad inferior de su rostro y la capucha adherida a su túnica, sintiendo el cambio de temperatura en su piel expuesta, una frescura que apenas notaba entre las diversas molestias que lo aquejaban.

El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora