El día que todo cambió

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  A la víspera de la noche, con los cálidos rayos de sol extinguiéndose en el horizonte, el grupo de Gustavo había tomado descanso al lado de un par de árboles, gruesos y de madera poco confiable, pero de buenas raíces.

Amaris se había desechó de su capa de piel color negra en un fuego lento, acostado en gruesos ramajes secos que siempre cargaba para la ocasión necesaria, siendo está una ellas. El olor que desprendía la pieza de ropa era tan horrible que hizo uso del pequeño recipiente con olor aromático más de una vez. Ella, que había estado ante cadáveres, sangre, bestias pestilentes, y demás, ahora deseaba deshacerse con rapidez de su prenda, una que poseía un precio alto y que todavía tenía mucha vida útil. Observó de reojo al joven recostado en uno de los troncos, cubierto de pies a cabeza de barro, excepto por el rostro, que lo tenía húmedo, sin expresión, y con una mirada perdida en la nada. Sostuvo entre sus delgados y blancos dedos el pequeño recipiente, haciendo suya una insignificante gota, que llevó a su cuello con la ayuda de la yema de uno de sus dedos, acariciando su tersa piel para desperdigar el buen olor. Inhaló, sintiendo la fragancia recorrer sus fosas nasales. Volvió su mirada a la dama de cabello negro, que con cuidado y expresión seria limpiaba el escudo redondo con un paño húmedo.

  —Me duele el trasero. —Escuchó decir al expríncipe, que al levantarse y tomar con el pocillo un poco del líquido de la olla en la hoguera, masajeó sus nalgas con lentitud.

  —Eres malo montando —dijo Xinia, pero sin cambiar su atención del escudo.

  —Soy tan bueno como lo soy de guerrero —dijo él con arrogancia—, ustedes son los peculiares ¿Saben? También pueden cansarse, mostrar dolor. El señor salvador peleó contra una bestia Antigua hace tan solo unos días, pero, ¿lo han visto quejarse? —Observó el árbol donde sabía estaba el joven—. Maldición, me lastima el orgullo con verlo.

Regresó su mirada a Gustavo, una silueta que no logró encontrar, ya no estaba, había desaparecido, sin dejar rastro de su localización. Se acercó a aquel árbol con las marcas de barro en su corteza. Frunció el ceño y comenzó a buscarlo, no quería perderlo de vista, pues se arriesgaba a una vida de pena y arrepentimiento, de soledad, similar a como lo había sido la primera vez que desapareció.

°°°
Abrió los ojos de forma abrupta, su pecho se movía de arriba a abajo con irregularidad, manifestando la falta de aire que el dolor le había arrebatado. Se tentó el estómago, confundida, no recordaba con claridad lo sucedido, pero podía sentir que algo le había atravesado en ese lugar. Levantó el torso, notando una chaqueta color azul abrigando su pecho. De forma inmediata experimentó un bombardeó de recuerdos, que atrajeron el dolor olvidado.

  —Gustavo —Se levantó con brusquedad— ¡Gustavo! —gritó al ver desaparecida su silueta, aterrada de lo que pudo haber ocurrido.

La multitud que hace unos pocos segundos se había preparado para entrar a la puerta de la colina negra se acercó a las cuatro siluetas que habían aparecido repentinamente, la mayoría de ellas todavía en el suelo, inconscientes.

  —Heroína Amaris —dijo un hombre al acercarse, con un ave descansando sobre su hombro— ¿Qué sucedió haya dentro?

  —Tengo que encontrarlo —dijo ella, con tono doloroso de escuchar, buscando con su mirada en los alrededores—, debo hacerlo. —Cayó sobre su rodilla, el bienestar de su cuerpo había sido una farsa, estaba débil, tanto que se le dificultaba la sola acción de ponerse en pie.

  —Heroína Amaris —Se sobresaltó al verla en tal estado—. ¿Se encuentra bien? —Extendió su mano, brindando un apoyo que fue ignorado.

Observó a Nari, a Belet, y a Gyan acostados en el suelo, los mismos que habían sobrevivido junto con ella al enfrentamiento contra la salamandra. Eran los únicos presentes, nadie más.

  —¿Dónde estás? —Sus ojos se humedecieron, y por más que lo intentó, no pudo contener las gotas que empezaron a resbalar por sus blanquecinas mejillas—. No puedes haberte quedado ahí, no tú, no...

El hombre con el águila retrocedió un par de pasos, por respeto y miedo. Rápidamente extrajo un pergamino de su bolsa de cuero, activando el hechizo guardado.

∆∆∆
  —A un lado —ordenó una dama de cabello recogido, de mirada intensa, que quería ser suplantada por la inquietud. La multitud hizo oídos sordos al mandato—. ¡Dije que a un lado, maldición!

El hombre detrás de ella tomó la delantera, empujando a ambos lados con sus manos a las personas cercanas para hacer un camino libre a su superiora.

  —Señorita Amaris —saludó con una sonrisa forzada, que se apagó tan pronto como observó la chaqueta azul, reconociendo que era la misma que poseía aquel joven de mirada tranquila, y que sin desearlo, había penetrado sus sentimientos—. Señorita Amaris. —Observó sus ojos vidriosos, perdidos, y solitarios—... Dama Cuyu.

Amaris levantó la mirada, recobrando la emoción en su expresión.

  —¡No me llames así! —bramó, colérica— ¡Solo él puede hacerlo! —Su voz se apagó al quebrarse a mitad de camino.

  —¿Qué fue lo que ocurrió? ¿Dónde está el señor Gus? —preguntó Frecsil, sin querer darle paso a su intuición, que parecía ya conocer la respuesta—. Señorita Amaris, le ruego que responda.

  —Todavía se encuentra ahí dentro —dijo, con la voz temblorosa, pues sabía que aquello era una mentira, una que estaba dispuesta a creer hasta no ver su cadáver—. Debe estarlo.

Frecsil inspiró profundo, las fuerzas abandonaron su cuerpo por unos instantes, mientras experimentaba como mil espadas le atravesaban el corazón.

  «No puede, señor Gus, no puede morir ahí dentro», pensó, con la mirada fija en la colina negra.

  —Administradora —dijo el hombre con el águila—, no han despertado —señaló con los ojos a tres cuerpos acostados, cuidados por curanderos del gremio, que ha resultado del esfuerzo, sus frentes se habían empapado de sudor—. ¿Qué debemos hacer?

  —Llévalos a la casa de descanso —dijo después de una breve reflexión, ahogando en su interior el dolor que no debía mostrarse—, y pide a un sacerdote del templo del dios Sol que efectúe el ritual de los puros.

  —La heroína Amaris no se encuentra bien —musitó—, ni siquiera puede ponerse en pie. Administradora, algo terrible sucedió dentro de la mazmorra, y debemos saber el qué antes de permitir que más exploradores entren.

  —Haz lo que te ordené.

  —Sí, administradora —asintió, alejándose de su enfurecida superiora.

  —Domne, retira a la multitud. —El hombre de los brazos gruesos asintió, llevando a cabo la orden con una voz profunda y autoritaria—. Exploradora de Mazmorra Amaris Cuyu, informe de lo ocurrido —dijo al volverse nuevamente a la dama, reconociendo que su acción no era para nada amable.

La maga alzó la vista, indispuesta a brindar lo que se le pedía, pues con solo pensar en lo que ocurrió dentro de la mazmorra, sentía un fuerte dolor en su corazón.



El hijo de Dios Vol. IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora